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Opinión

Matrimonio igualitario y cambio social

Gerardo Castillo Martínez*

“Las declaro esposa y esposa”, dijo la Notaria Pública cuando casó a dos mujeres, en la madrugada del 26 de mayo de 2020, en San Isidro de Heredia, dando inicio al disfrute legal del derecho al matrimonio civil homosexual en Costa Rica, coincidiendo exactamente con el plazo de 18 meses otorgado por la Sala Constitucional, a partir de noviembre de 2018, para que surtiera efecto jurídico la resolución tomada por ese alto tribunal sobre el respecto, en acatamiento del fallo de la CIDH dictado en enero de ese año. De no ser por la cobertura noticiosa y por la justa y exaltada algarabía de la población LGTBI+ y de los sectores sociales y políticos que celebraron ese acontecimiento inédito en la historia de las conquistas sociales en este país, es muy probable que el “silencio” de la población heterosexual que no apoya ni acepta esa “transgresión moral” se habría “escuchado”, caso contrario a lo que pasó semanas atrás cuando grupos evangélicos pentecostales y conservadores y un colectivo de diputadas y diputados “elevaron el tono” e intentaron detener la entrada en vigencia de aquella resolución al solicitarle a la Sala Constitucional que la pospusiera por varios meses.

Una vez más asistimos a la contradictoria paradoja que se da cuando movimientos sociales con poder contestario logran legitimidad formal en la estructura jurídica, política e institucional del país, y luego no necesariamente esa legitimidad es respaldada por una parte importante de la población que, de ahí en adelante, aunque no las respete, deberá atenerse a las nuevas reglas de convivencia con quienes daba por sentado, por creerse la mayoría constituyente de la “uniformidad social”, que nunca “negociaría” trastocar los roles tradicionales del hombre y la mujer en el matrimonio y otras esferas de la vida exclusivas para los y las heterosexuales.

La Democracia es un contrato social en constante renovación y reformulación, en la que cuando no hay acuerdo cultural entre las facciones discordantes acerca de discusiones y decisiones a nivel de Estado, las “ganancias” de unos pueden ser percibidas como “pérdidas” por los otros, o viceversa. La crisis generada por los avances en los derechos de la población homosexual hoy garantizados legalmente, y la “degradación de los valores” producto de la “permisividad jurídica” según el criterio de las personas defensoras de “la tradición”, si bien está provocando vítores en un lado y decepción en otro, esto no es sino un ejemplo del conflicto dinámico a que nos somete la Democracia en aras de su actualización y perfección en un continuo y un horizonte ilimitados. ¿Hasta dónde debe llegar ese proceso de realimentación democrática? Eso solo lo determinará el devenir, en la que otras circunstancias sociales que ameritarán la atención y la preocupación de los distintos sectores, volverán a enfrentar las diferentes visiones de lo que debe ser la sociedad. Únicamente en una “Democracia de fachada” en donde el autoritarismo disfrazado penetra en todos los ámbitos sociales e institucionales, los “contornos y los contenidos” de aquella se restringen y el tiempo se detiene con el fin de no permitir que las reformas de cualquier tipo que amenacen el estatus quo prosperen. En Costa Rica esto último no es posible -al menos hasta ahora y mientras haya dirigentes, partidos e institucionalidad identificadas con la “modernización” de la Democracia-, ya que la “apuesta” del régimen político -que no está exento de contradicciones desde luego-, por el respeto a los Derechos Humanos, a la tolerancia, y a la libertad de expresión, opinión y de conciencia, entre otros principios, es continuar “abriéndose” a las incontables expresiones de la sociedad que buscarán tener un lugar en el Estado.

Así como hay pensamientos opuestos en materia del rumbo que debe seguir el Estado en ciertos asuntos que concitan a los distintos sectores a luchar por lo que creen, es inevitable la coexistencia cultural de bandos ideológicos que pugnan porque sus tesis lleguen a estar inscritas en la institucionalidad que gobierna el país para que sean orientadoras del comportamiento social. En el pasado, y mientras la homosexualidad fue considerada una “enfermedad” y quienes la “padecían” eran tratados como “enfermos mentales”, amén de todo el estigma denigrante que los acompañaba, los grupos que lamentan la pérdida de poder a raíz del matrimonio igualitario eran los que “establecían” lo que tenía que hacerse en la sociedad sobre el particular, y lo consideraban “normal”. Hoy, ya no es así y nunca más lo será, porque la mayor diversificación social, en este caso en virtud del espacio conquistado políticamente por la población LGTBI+, llegó para quedarse… en las “extensas fronteras” de nuestra Democracia.

 

*Politólogo

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Martes 09 Junio, 2020

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