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Opinión

La necesaria adaptación

En un escrito anterior, me referí al amor afectivo o romántico, amor de gusto, y al amor oblativo o de entrega, el amor verdadero. Pues, bien, la adaptación es parte de este último. Y esto especialmente en el matrimonio y la familia.


¿En qué consiste? El P. Larrañaga lo sintetiza así: “… se trata de un proceso de integración de los esposos con sus diferentes rasgos de personalidad para evitar conflictos y convivir en armonía”. Digamos que se trata de convivir ajustándose a los correspondientes derechos y deberes que exige la buena convivencia, sobre todo cuando se está expuesto a los roces debido a la proximidad tan constante y estrecha.


A semejanza de las piedras puntiagudas que navegan en los cauces de los ríos, los esposos e integrantes de la familia, han de ir limando los rasgos de personalidad que desentonan en el concierto de un discurrir que ha de ser cada vez más armonioso. El P. Larrañaga lo dice así: “Ello presupone que cada cónyuge prenda la lámpara de la autocrítica y acepte, sin sobresaltos, la crítica del otro cónyuge, otorgándole, al menos, el favor de la duda, es decir, preguntándose si tendrá y en qué medida, alguna parte de razón. De otra manera se cierne sobre el horizonte una seria amenaza: la de que, en lugar de adaptarse el uno al otro, el uno se empeña obstinada y tercamente en que el otro se adapte a él en todo momento y en todos los aspectos”.


En general, el que las personas se adapten entre ellas es difícil. Eso lo sabemos todos por propia experiencia. Y lo es –y lo saben bien los cónyuges- el hacerlo en el matrimonio. Se trata de hacerse a la idea de que se impone un difícil proceso compartido por ambos a medida que vayan apareciendo ciertos rasgos de personalidad: defectos congénitos, silencios extraños, egoísmos manifiestos, disgustos por cualquier cosa… Y, claro, sobreviene la confrontación.


En el ser humano –hombre o mujer- se da una rara mezcla de madurez e inmadurez, paciencia e impaciencia, suavidad y dureza, equilibrio y desequilibrio, bondad y maldad, simpatía y antipatía…, realidades que andan con frecuencia encubiertas y que, al aparecer, confunden y desconciertan. De ahí la necesidad de irse adaptando oportuna y eficazmente, aprovechando los rasgos positivos y desechando los negativos, lo que ha de llevar su tiempo.


Hay que añadir que unos y otros rasgos van de la mano de diversas circunstancias y estados de ánimo: situaciones de salud, humor, vitalidad, procesos metabólicos, trabajo o estudio… y tantos otros estímulos internos o externos.


Adaptarse significa, en consecuencia, evitar roces e integrarse. Lo que implica: ceder y callar cuando haya que hacerlo, limar aristas hirientes en el modo de ver y de actuar, reconocer los propios defectos, y para bien de uno mismo y el otro irlos eliminando en la medida de lo posible. Fruto todo ello del amor que exige, como en el caso mismo de Cristo, morir para dar vida al otro.


Se trata de ir pasando del amor afectivo o romántico al amor oblativo, el amor cristiano, el verdadero.


Aún he de añadir algo más sobre la adaptación y el amor, Dios mediante, en un próximo escrito.

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Sábado 12 Abril, 2014

HORA: 12:00 AM

CRÉDITOS: Por: Juan Luis Mendoza

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