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Opinión

Sola ante el Misterio

Juan Luis Mendoza

Al ser humano, hombre o mujer, lo definió Duns Escoto en la Edad Media como ser soledad, “la última soledad del ser” que es también ser mismidad y ser relación.

Ahora nos interesa lo de ser soledad, a propósito de María que debió sentirse especialmente sola, a partir del hecho de la Anunciación.

En efecto, todos los seres humanos, por serlo, estamos constituidos por una franja de soledad por la que somos diferentes unos de otros. El padre Larrañaga comenta: “Hasta esa soledad no llega ni puede llegar nadie. En los momentos decisivos estamos solos. Solamente Dios puede descender hasta esas profundidades, las más remotas y lejanas de nosotros mismos. La individualización o tener conciencia de nuestra identidad personal, consiste en ser y sentirnos diferentes los unos a los otros. Es la experiencia y la sensación de ‘estar ahí’ como conciencia consciente y autónoma”.

El mismo autor trae a cuento la soledad que en el desenlace de la agonía de muerte padece quien pasa por ese trance por más que esté rodeado de los seres que más lo quieren. Se muere solo. Jesús, que asumió la condición humana, se queja al Padre: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado” (Marcos 15,14). Yo sé que se trata de un versículo de uno de los salmos que recita al estar crucificado. Pero, es curioso que sea ese el que trae el evangelista.

Pero no sólo a la hora de morir, el ser humano padece la sensación de soledad que, por lo mismo se llama “existencial”, sino a lo largo de toda la vida. Principalmente cuando uno necesita de la compañía de los demás, al menos de alguien más allegado. Me imagino que usted habrá vivido más de una vez la experiencia. “Nadie “excepto Dios- puede compartir ese peso”, observa el padre Larrañaga. “Los seres humanos pueden ‘estar con nosotros’ hasta un cierto nivel de profundidad. Pero, en las profundidades más definitivas, estamos absolutamente solos”. Los casos propios y de otros podían multiplicarse, y hay que tomar conciencia de ello para saber a qué atenerse cuando nos sintamos solos, aún en medio de una multitud, especialmente al tener que cargar sobre nuestros hombros alguna responsabilidad, como en el caso de María.

Volvemos a ella en la Anunciación. Joven, inteligente y reflexiva, se hace cargo de la responsabilidad histórica que se le confía de parte del cielo. Se le ha hecho una pregunta, y ella tiene la respuesta, la responsabilidad de hacerle frente, solitaria e indefensa. El padre Larrañaga discurre así: “Según sea su respuesta, se desequilibrará la normalidad de su vida; ella lo sabe. Si la joven responde que no, su vida transcurrirá tranquilamente, sus hijos crecerán, vendrían los nietos y su vida acabará normalmente en el perímetro de las montañas de Nazaret.

Si la respuesta es eventualmente afirmativa, arrastrará consigo serias implicaciones, se desencadenará un verdadero caos sobre la normalidad de su existencia ordenada y tranquila. Tener un hijo antes de casarse implica para ella el libelo de divorcio de parte de José, ser apedreada por adúltera, quedar socialmente marginada y quedar estigmatizada con la palabra más ofensiva para una mujer en aquellos tiempos: harufá=violada.

Además, más allá de las consideraciones humanas y sociales, ser madre del Mesías implicaba “ella lo sabía- entrar en el círculo de una tempestad”.

¿Qué responder? En medio de todo, queda dueña de sí, serena, interiorizada, firme, fuerte. El mariólogo K.H. Schelile se pregunta: “¿Cómo pudo ella soportarlo con entereza sin ser abatida, y sin luego levantarse, arrogante, por haber sido elegida entre todos los demás seres humanos? La carga que se le había impuesto había de ser llevada con absoluta soledad, incertidumbre e inseguridad, por tratarse de algo que ocurre por primera y única vez. Y ello, frente al gran contraste entre la pobreza de la realidad y el esplendor de la promesa”. 

Por su parte, el padre Larrañaga afirma: “Fue una escena inenarrable. María, consciente de la gravedad del momento y consciente de su decisión, llena de paz, en pie, solitaria, sin consultar a nadie, sin tener ningún punto de apoyo humano, sale de sí misma, da el gran salto, confía, permite y
 se entrega”. El mismo autor concluye: “Y la pobre muchacha, solitariamente como adulta en la fe, salta por encima de todas las perplejidades y preguntas y, llena de paz, humildad y dulzura, confía y se entrega. ‘¡Hágase!’ Está bien, Padre mío”.

El mariólogo Schelile se expresa así: “María se expone al riesgo, y da el sí de su vida sin otro motivo que su fe y su amor. Si la fe se caracteriza, precisamente, por la decisión arriesgada y la soledad bajo la carga impuesta por Dios, la fe de María fue única. Ella es el prototipo del creyente”.

En el fondo, es una pobre y peregrina. Con su “hágase” se muestra, a pesar de su edad, una adulta en la fe, de la estirpe de Abraham, mucho más que Abraham en el monte Moriah.

Con nuestro autor, el padre Larrañaga concluyo el escrito: “María es la hija fuerte de la raza de los peregrinos, que se sienten libres saltando por encima del sentido común, normalidades y razones humanas; lanzándose en el Misterio insondable y fascinante del Tres Veces Santo, repitiendo infatigablemente: amén, hágase. ¡Oh, Mujer Pascual! Nació el Pueblo de las Bienaventuranzas con su Reina al frente”.

Prosigo otro día, Dios mediante.

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Sábado 18 Agosto, 2018

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