Óleo de mujer sin sombrero
Jaime Hernández
Ahí va, día a día. La vida no regala nada a gente como ella. Sin lotería, salvo una que otra terminación de vez en cuando. Sin casa propia, pues está por encima del bono de vivienda y por debajo de merecer el crédito bancario. Sola y con un hijo que sacó adelante con gran esfuerzo. (En serio, el chico tenía imaginación para demandar atención.) Dos o tres padecimientos crónicos que hacen su día más pesado. De buen ver y conservada a pesar de los años. Siempre en bus para ir y volver del trabajo. Linda ropa, lindo tinte, algún oro comprado a pagos le adorna cuello y manos. Camina con gracia por aceras y calles, de parada en parada de bus, cargando bolso, abrigo, paraguas, mochila con el equipo para pasar al gimnasio al final de la tarde y bulto de almuerzo. Pases en una mano, celular bien apretado en la otra. Cuida de no quebrar el tacón de sus zapatos altos en medio de huecos, basura y transeúntes.
Trabaja extras para terminar el mes más desahogada. Acepta con resignación y desconfianza los traslados de su plaza intermedia en la oficina. Un año acá, tres allá, de vuelta acá, otra vez allá. Su plaza, tras muchos años de interina y ahora en propiedad, sigue tan elástica como el primer mes. Jefes abusivos. Jefas que parecen solidarias, pero no. No era así. Ríe los chistes ordinarios de los compañeros de trabajo. Es mejor, ¿no? Acepta con humor los pases de algunos de ellos pues ¿qué se le va a hacer? Tendría que molestarse con buena parte de ellos, lo que haría el día mucho peor. Sonrisa, hacerse la loca, sigue adelante. Salida, carrera con tacones, bus, carrera, gimnasio, ducha rápida, gallo de queso o picadillo, lavadora llena, cocina limpia, piyama vieja, novela. Cierra cortinas y pone doble llave y aldaba. Sueño. Noche.
Hubo un tiempo en que soñó. Sí. Estudiaba y trabajaba y todo iría relindo. El aire era liviano y era fácil sonreír. El trabajo sería lindo y repleto de pequeños desafíos. Ganaría ascensos.
Le pagarían bien. Haría amigos. Pero todo se fue convirtiendo en una rutina pegajosa y aburrida. Sabía el nombre de todos los de la oficina y sus alrededores, pero almorzaba sola. El día era largo. Las horas pasaban despacio. Y San Pedro mandaba ese aguacero de las cuatro en punto.
Todo se hizo duro y sin aventuras. Un constante pasar de horas acompañadas de formularios y las mismas llamadas de todos los días. Ninguna crisis. Ni un conato de incendio. Lo mismo siempre. Por años. Largos años.
El fin de semana tampoco cambia mucho. Salida al bar acompañada de un caballero. El mismo desde hace años. Gordito, simpático, con carro, con esposa, con hijos. Brindan, se cuentan los titulares de la semana, ríen, bailan con ese encanto que tienen las parejas que bailan de memoria. Zarpe. Un rapidín. Nos vemos. Adiós.
Hubo un marido torpe y brusco que huyó como lo hacen casi todos. Ahí quedó en casa de alquiler con hijo en cuna. ¿Qué será de mí? Oh, Virgen del despeñadero. Abogado. Divorcio. Pensión escuálida. Extras. Muchas extras.
Hubo también un galán que ofreció oro y moro. Se fue destiñendo lentamente. Claro, yo te llamo. Y apareció el gordito. Algunos defectos, pero ahí estaba. Sabe reírse. Baila bonito. Abre la puerta para que baje. Invita al trago. Hace un comentario agradable de cómo luce esta noche. Comenta el corte de pelo. ¡Uh! Es más de lo que tengo. Llevan años con una rutina que no es tan fatal. Hay peores.
Sábado de feria y súper. Casa limpia. Lavadora. Salida familiar con hijo. Pizza. Domingo de misa y tele. Fútbol nacional. Caras que suenan. Cuentas. Tal vez paguen extras esta quincena y salgo de esto y aquello. Preparar almuerzos de la semana. Cocina limpia. Sueño. Grillos.
