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Opinión

La efímera vaguedad de la existencia

Prof. Julio Vindas Rodríguez

Creo que no existe otra forma de convertirse en un peregrino casi etéreo, levitando en la niebla del tiempo, auscultando misterios insondables y a la vez, descarnadamente consciente de su propia y humana fragilidad, que cuando se transita en silencio a través de un camposanto. Los pensamientos bullen raudos y atolondrados de tumba en tumba, de epitafio en epitafio, desnudando ante nuestros ojos en toda su innegable miseria, lo vano y lo fútil de la existencia humana. Esto nos hace recordar el principio del Libro Eclesiastés (del Rey Salomón), o aquel implacable poema anónimo “La Gran Miseria Humana”; que nos hace aceptar que al fin de cuentas todos somos pasajeros en trance, peregrinos de sueños, nómades trashumantes; en esta fugaz y efímera “vaguedad de la existencia”.
Definitivamente la muerte siempre ha sido y seguirá siendo el enigma supremo, el miedo más ancestral del ser humano y; sin embargo, paradójicamente el evento más seguro que tenemos todos, pues en el fondo, la vida de todo ser humano se resume y se resuelve en el objetivo último de morir.
Pero es que también es solo gracias a la certeza de la muerte, que empezamos a valorar la vida, solo cuando se ha tenido plena consciencia de ella, se entiende que cada instante, cada momento, cada día tienen un valor incalculable. Sabiamente lo sintetiza la frase: “porque el pasado no existe, el presente es hoy y el mañana es solamente una sospecha”. El temor ancestral a morir está enraizado en una infundada “tanatofobia”, del griego “Thánatos” –muerte- y que significa; “¡miedo a la muerte!”. El ser humano moderno no comprende los alcances ni valora en su justa medida la fragilidad de la existencia; es por esta razón que a fuerza de “perder el tiempo” en actividades superfluas e intrascendentes, que no aportan ninguna motivación al espíritu ni propician el alcance de “valores elevados” (como por ejemplo, cultivando un desenfrenado materialismo), es que el ser humano ha ido perdiendo aceleradamente esa capacidad de meditación, de reflexión, de introspección, de mirarse para adentro; único camino y única forma de enfrentar nuestros conflictos, temores y demonios internos, y conquistar esa sabiduría que solo es posible hallar por sí mismo, y dentro del espacio de recogimiento de nuestro propio “ser interior”.
Ya desde los sumerios, los babilonios, la antigua Mesopotamia y los egipcios; hasta las culturas indígenas de nuestra América precolombina, todas estas civilizaciones tenían una cosmogonía muy similar, al concebir de un modo muy semejante ese inexplicable y nebuloso concepto del inframundo; ese “lugar de los muertos”, esa “dimensión desconocida”, ese “portal al misterio”, ese “Universo paralelo”, en donde los humanos convergían junto con dioses y demonios, que no significaba necesariamente el rotundo fin de la existencia, sino la consecución de la vida en otro plano, en otro “mundo esotérico”, ambiguo, paranormal, espiritual; en algunos casos distintas culturas concebían la muerte como la transmutación a otro estado (otra vida) muy similar a la nuestra, donde el fallecido podría gozar de los mismos privilegios y placeres que tuvo en vida; (como comer, beber, placeres carnales etc.); por eso sepultaban a sus muertos con todas sus pertenencias y riquezas e incluso con familiares y allegados cercanos que le pudieran servir en la otra vida; pero en otros casos, la muerte es interpretada como el paso a otro universo “sideral y energético”, (energía pura), donde solo seríamos magnetismo sideral, masa etérea, espacio-tiempo y energía; (como los planteamientos de Stephen Hawking); donde “el alma” o “la energía materializada” que nos da razón de ser en la tierra se transformaría – como diría Jiménez DeHeredia -, en “polvo de estrellas”, “impulso vital”, “molécula viva del cosmos”, “hálito de neutrino en el espacio infinito”, integrándose y diluyéndose así con ese “Dios” infinito, inescrutable, inabarcable, sin tiempo y sin espacio y en permanente expansión que es el universo mismo. Personalmente estoy más de acuerdo con esta última definición, al menos no conlleva consigo el lastre absurdo de andar por la vida cargando fardos de culpas impuestas e innecesarias, depresiones existenciales y falsas “verdades absolutas”, que es lo que promueven las religiones, en todos sus dogmáticos matices y sus adoctrinadas interpretaciones.
Personalmente no quisiera que la muerte me sorprenda inactivo y desarmado en mi zona de confort, sino preferiría ir a su encuentro blandiendo la vida hasta el último momento; yo no quiero que la muerte me encuentre; ¡quiero encontrármela a ella!. Pienso que la muerte debería ser una preparación que se ejerce paso a paso durante toda la vida; no se trata de vivir cargado de angustia y agobiado diariamente de pensamientos “tanatofóbicos”, sino, más bien, emprender el camino de la existencia, con plena consciencia de que la muerte viajará siempre a nuestro lado, apoyada en nuestro hombro, y que solo basta mirar fugazmente de reojo para intuir su presencia. Si logramos enfocar la muerte como una silenciosa amiga que nos acompaña en todo momento, no sufriremos de incertidumbres ni dudas existenciales, ni de “espasmos filosóficos”; cuando llegue el momento de diluirse en su abrazo.
En lo personal me tiene sin cuidado si después de la muerte haya algo o no haya nada, todo lo que me importa es morir en paz conmigo y con la vida, y con plena consciencia de que cuando pude hice el bien, y que siempre compartí lo poco que tuve; ¡Ah!; y lo más importante, satisfecho de haber navegado los crispados océanos de la existencia, ¡en un velero de sueños con velas de libertad!; ¡ligero de equipaje!, llegar “del otro lado”, ya preparado para abordar la inescrutable barca de Caronte; navegar hacia el insondable misterio en ese último viaje sin regreso, cuando me haya despedido para siempre de esta superflua y efímera… ¡vaguedad de la existencia!.

*Poeta y músico

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Miércoles 11 Noviembre, 2020

HORA: 12:00 AM

CRÉDITOS: Prof. Julio Vindas Rodríguez*

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