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Opinión

La muerte vencida

Juan Luis Mendoza* / [email protected]

Los evangelistas y la misma comunidad cristiana de los primeros tiempos, que se refieren a Jesús como “Señor Dios”, no se avergüenzan de presentarlo al mismo tiempo como gritando y gimiendo, arrastrándose por el suelo. Se explica porque esos cristianos, catequizados por los apóstoles y sus sucesores, instruyen con extrema claridad que en la noche de Getsemaní se consume el drama de la salvación que nos trae Jesucristo y que llega a impactar más que el mismo Calvario, por las características estremecedoras que reviste: sudor de sangre, gemidos, lágrimas, tedio, pavor, agonía…

Los entendidos explican así el raro fenómeno del “sudor de sangre”: El corazón es un poderoso músculo de función meramente mecánica y en constante movimiento. Cuando una situación emocional aprieta este músculo con una altísima presión, el mismo puede empezar a bombear sangre con tal potencia y rapidez que los capilares, no pudiendo contener el caudal de la sangre recibida con semejante empuje y velocidad revientan, produciendo el “sudor de sangre”.

Por la otra parte y como se afirma en la Carta a los Hebreos, Jesús ora con “clamores y lágrimas”, es decir gritando y gimiendo. La explicación de los mismos entendidos es esta: Cuando la angustia llega a ser muy aguda deja de ser una sensación meramente psicológica para transformarse a una sensación somática, como una garra que se clava sobre todo en la zona gástrica. Ahora bien, el ser humano tiende a oponer a una dolorosa sensación física, una reacción, también de carácter físico: gemidos, gritos, contorsiones, llantos…

Los evangelistas sinópticos recurren a dos términos, pavor y tedio, síntomas típicos de un agonizante, para describir la crisis de Jesús en Getsemaní.

En efecto, el agonizante se resiste a morir y siente pavor por la muerte. Al mismo tiempo, se siente tan mal que tampoco quiere vivir: tedio por la vida. Es como si dos fuerzas contrarias tironearan a una persona en direcciones opuestas; y, por eso, la agonía es una crisis de desintegración. Una de las dos prevalece al final.

Lo explicamos a continuación. Por segunda vez, Jesús va a los tres discípulos en busca de compañía y consolación, pero siguen dormidos, y el Pobre se convence de que las consolaciones humanas son engañosas, y ha de volver sobre sus pasos, su soledad, y enfrentarse nuevamente a la muerte y a la voluntad del Padre. Y el modo de hacerlo es la repetida oración: “Padre mío, si tengo que beber este trago amargo, hágase tu voluntad” (Mateo 26,42). El Padre Larrañaga observa: “Sólo entregándose a la voluntad del Padre, que permitía la muerte violenta del Hijo, se obtendría la victoria sobre la misma muerte; y estas palabras de Mateo revelan que la resistencia mental del Pobre estaba ya debilitada, pero no anulada: Se nota en las preguntas que están ahí: ¿Por qué tener que morir en la flor de edad? ¿Por qué anular ahora la felicidad a quien se ha dedicado a hacer felices a los demás? ¿No soy, acaso, tu Hijo? ¿No eres tú mi Padre? ¿No me quieres tanto? Al menos, ¿por qué no aplazas esta hora?

Jesús calla. Su ser se hace, literalmente hablando, silencio. De pronto y como lo advierte el Padre Larrañaga, “por todos los rincones de su geografía brotaron arranques de amor, arrebatos de adhesión, transportes de entusiasmo por el padre, dispuestos a estrangular viva la serpiente de “lo que yo quiero” para dejar paso a “lo que tú quieres”. Y lo hace mediante una instintiva técnica humana. Tanto Marcos como Mateo testifica que Jesús “repetía las mismas palabras”. En efecto, según una ley constante de los mecanismos, había una angustia insuperable que sólo puede ser superada con la repetición de las mismas palabras dichas, a ser posible, en voz alta y gran firmeza: “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú”. Que es tanto como decir: ¿Tengo que morir? Sí, Padre. ¿En una cruz? Sí, Padre.

El Padre Larrañaga observa que “el sí del Pobre fue adquiriendo contornos y tonalidades cada vez más firmes, hasta que se transformó en un sí sin atenuantes ni condiciones, en la voz típica, trágica y eterna de los pobres de Dios de todos los tiempos: ¡Hágase!”

Mediante el “hágase” repetido, superada la angustia, le sobreviene al Pobre la paz que le llena todo su interior de calma, sosiego, serenidad… Y con ello, la muerte es derrotada definitivamente. Y, como lo escribe el Padre Larrañaga, “desde este momento, hasta que el Pobre muere en la cruz, no encontraremos en los Anales de la historia del mundo un espectáculo de grandeza, belleza, semejantes: no descubriremos en él ningún rictus de amargura, ninguna respuesta brusca, ninguna reacción violenta, ninguna mirada hostil, ningún nerviosismo o agitación interior… ¡nada!”

Seguimos con el tema, Dios mediante, otro día.

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Sábado 17 Marzo, 2018

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