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Opinión

Agonía en Getsemaní

Juan Luis Mendoza

Es de noche. Los discípulos, con Jesús a la cabeza, descienden bajo la luz de la luna, arrimados a los muros exteriores del templo. Lo hacen lentamente, pues el terreno es abrupto entre cipreses, olivos y piedras que, a su paso, ruedan por la pendiente. El alma de los integrantes del grupo va envuelta en una atmósfera espesa e inquietante por lo que pueda pasar, que se presiente será soledad, tristeza, angustia. Es la noche de la decisión, de la batalla y la victoria.

Atraviesan el torrente Cedrón y entran al huerto de Getsemaní. El Padre Larrañaga advierte: “Para entonces, los discípulos ya estaban agobiados por la pesadez y la tristeza, y el Pobre completamente sumergido en la noche de la agonía”. Jesús les invita a instalarse de la mejor manera posible para pasar la noche, “mientras yo voy a orar” les dice. Y a ellos también les invita a hacer lo mismo, cuidado no se duerman, pues van a necesitar de las fuerzas necesarias para mantener su espíritu en ello, lo que solo se logra mediante la oración, la comunión con el Padre, el Altísimo.

Pero él mismo es un ser humano, pasible, mortal, incapaz de enfrentar solo la soledad de la noche y la agonía que le sobrevendrá. Necesita a alguien cerca, a su lado. Respira con dificultad y le cuesta mantenerse en pie. Toma, pues, consigo a los tres testigos de la Transfiguración -Santiago, Pedro y Juan- para hacerlos testigos de esta otra transfiguración, bien diferente. El autor más arriba citado observa que “el Pobre sabía muy bien que, en la hora de la decisión, nadie está con nosotros y que los tragos más amargos se beben a solas; pero, aun así, esperaba que la proximidad de aquellos tres confidentes le aportara algún alivio”.

A estas alturas, usted puede leer lo referente a la agonía de Jesús en Marcos capítulo 14, versículos del 32 al 43. Acompañado por los tres elegidos, se interna, pues, en el olivar; y, en este corto trayecto, se apoderan de él la tristeza, el pavor y el espanto… Es el comienzo de la agonía: “comenzó a trabarse y angustiarse” (Marcos 14,33). En tal trance, se vuelve a los tres compañeros y clama: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quédense ahí y velen” (Marcos 14,35). El mismo Padre Larrañaga reflexiona: “Con estos desahogos, el Pobre no hacía sino mendigar consuelo, y sus tres confidentes lo habrían consolado, sin duda, lo mejor que pudieron. En realidad, el Pobre estaba en ese momento acosado por el empuje de dos olas: la necesidad de estar solo y el terror de estar a solas”.

Añade: “Y, sabiendo que los alivios humanos no son más que pétalos que apenas rozan la piel, y que los misterios supremos del hombre se consumen en la soledad de uno mismo, el Pobre se alejó de ellos a la distancia de un tiro de piedra, absolutamente golpeado por la crisis y momentáneamente derrotado, tambaleando y con las rodillas vacilantes, caminó unos metros, hasta que, agotado y no pudiendo ya mantenerse en pie, “cayó sobre su rostro orando…”. Y entró en agonía, “en un combate cara a cara con la muerte”.

Según el autor de la Carta a los Hebreos, Jesús es fiel al Padre y se nos ofrece como modelo de fidelidad: “Fíjense en Aquél que soportó la contradicción” (Hebreos 12,3) y “sufriendo aprendió a obedecer”. El Padre Larrañaga sintetiza: “Experimentó en su ser todas las limitaciones, como la ley de la contingencia, de la transitoriedad, de la soledad y de la deslealtad… Pero, en esta vasta experiencia humana: le faltaba al Pobre la experiencia más amarga: la de la muerte. A pesar de que estaba familiarizado con la idea de tener que morir, y morir por amor, otra cosa, sin embargo, era encontrarse súbitamente cara a cara con la muerte”. Y concluye: “En Getsemaní, el Pobre de Nazaret ‘vivió’ su muerte”.

Es así, solo en el ser humano existe lo que se conoce como “agonía” o lucha al ser consciente de la amenaza de su extinción, que resiste mentalmente. Por lo mismo, él solo muere, a diferencia de los demás seres que simplemente se dejan morir, se dejan llevar… acaban. A ello hay que añadir enfrentarse a lo desconocido y a las inevitables despedidas… Todo ello y más lo vive Jesús, en su condición humana, en Getsemaní, pues a ello hay que añadir la hostilidad o, al menos, la indiferencia. Ya en el huerto de los olivos, sus discípulos se duermen, sin más, tranquilamente.

Por lo demás, la situación no deja de aparecer como algo absurdo. El Padre Larrañaga se explica así: “Si yo asumo, con sudores de muerte y sangre, este amargo trago para salvar a estos hombres, y a ellos nada les importa tal salvación, ni la reconocen ni la agradecen, hay que concluir que esa muerte es absurda y ridícula”.

Sigo, otro día, Dios mediante.

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Sábado 24 Febrero, 2018

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