El prócer fallido
Edgar Ruiz Cordero
Las elecciones en Costa Rica tienen un fuerte arraigo democrático y, a la vez, un tanto de romanticismo que arrastra elementos de alguna manera ilustres, ya que se conserva la vieja idea de que se eligen a los mejores, a los más notables y sabios para encargarles el manejo de los intereses de la patria. En consecuencia, en ese ideario, las personas electas eran una élite investida de cualidades que las distinguían por encima del común de los pueblos y merecedores de llevar el destino del país.
Sin embargo, en algún momento de la historia esto dejó de ser una verdad indiscutible para el costarricense, que de a poco fue aceptando otra realidad paralela.
Todos los ciudadanos sin distinción de origen pueden y deben ser elegidos como esencia de nuestra autodeterminación y libertad, pero, con ello, los elegidos incurrían en una altísima responsabilidad social y política como legisladores y funcionarios, fuente de moralidad y conciencia del colectivo patrio, lo que obligó a un constante y preeminente escrutinio de sus vidas y funciones efectivas de su trabajo y de sus redes de influencia, a una altura de prócer preclaros en su deber moral, ético y político con el fin de lograr el desarrollo para todos como responsabilidad esencial dentro de nuestra cultura.
No obstante, el realismo globalizante y tenebroso del poder que corrompe terminó venciendo los recuerdos de los ilustres y la distinción de honor al electo, forzando al pueblo, a la alternancia cualquiera o al abstencionismo electoral como método para castigar el desencanto y la desilusión en los políticos de turno y corruptos en general de la administración y hacienda pública que recetan muchas opiniones y pocas soluciones para la gobernanza del país, y lo veremos sin lugar a dudas en la próxima conformación gerencial del estado costarricense que cada vez alzará menos la frente con dignidad ante su pueblo.
