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Opinión

¿Un Mesías “curandero”?

Juan Luis Mendoza

En síntesis, en los comienzos de la vida pública y ser maestro itinerante por los pueblos y aldeas próximos al mar de Galilea, Jesús se dedica a la predicación y hacer milagros con los que alivia la penosa situación de la gente víctima de tantos males. Los evangelios, en efecto, dan cuenta del sinnúmero de curaciones en favor de ciegos, endemoniados, leprosos, paralíticos…

A propósito, el Padre Larrañaga advierte que “desde el comienzo Jesús fue tomado por un temor concreto, el temor de la popularidad, entreviendo los peligros que desde su sombra podrían acecharle. Por eso, rehuía sistemáticamente todo lo que se asemejara a popularidad; y no había actuación llamativa que no acabara con una severa conminación, exigiendo reserva. A tanto llegó su temor que, durante una época, “ya no se presentaba en público en ninguna ciudad, sino que quedaba en las afueras, en lugares solitarios” (Mc 1,45). Se escondía de la gente, diríamos nosotros. Para estas alturas de su vida en que nos hallamos, los motivos de su temor no eran lejanas nubes en el horizonte, sino piedras vivas y frías en la mano”.

Ahora bien, ¿qué temor, qué motivos? El temor de que sus actuaciones no fueran bien interpretadas y se lo confundiera con “curandero” o, en todo caso, con un Mesías de talante temporal, con capacidad mágica. 

El mismo autor inmediatamente citado añade: “Para el pueblo sencillo, Jesús era un hombre poderoso en obras y palabras, pero, ante todo, era un “milagrero”, como un mago sagrado, y el pueblo lo buscaba y seguía procurando luz para sus ciegos, movimiento para sus paralíticos, resurrección para sus difuntos, sanación para sus leprosos…, y lo demás poco les importaba. En la brillante polvareda de milagros y curaciones, el pueblo no conseguía distinguir, o no le interesaba, el mensaje y misterio profundo de Jesús. ¿No estarían ensombreciendo los milagros ese misterio?”

No le era nada fácil probar que no sólo era la Palabra del Padre que les decía lo que habían de hacer para su salvación, sino que era la manifestación concreta y viva del Dios-Amor. Es decir, que Jesús en su persona y misión testimoniaba que Dios es amor, hecho realidad en lo que era y hacía para bien del pueblo necesitado, mediante los milagros.

Porque, en la práctica, no es suficiente compadecerse del otro y quedarse en meros sentimientos y palabras. 

Hay que pasar a la acción, a soluciones reales. Y es lo que hace Jesús valiéndose de sus poderes divinos sobre la naturaleza. Pero se ha escrito que “estas actuaciones excepcionales eran los últimos ecos de aquella comparación”. 

A la gente le interesaba los hechos milagrosos que les beneficiaba en lo material, pero la predicación no calaba en sus almas que seguían baldías y sin contenidos religiosos de peso. Decepcionado y desalentado, Jesús fue comprendiendo que sus seguidores lo buscaban no como mensajero de Dios sino como “milagrero” de Dios. De ahí la conclusión: “Si no ven señales y prodigios, no creen” (Juan 4,48).

El Padre Larrañaga se pregunta: ¿Qué hacer? Y con mucha agudeza responde: “De todas maneras, era el Mesías de los pobres y, sin duda, esta era la manifestación más radical de la pobreza de aquella gente”.

Humanamente hablando, no nos ha de sorprender que en Jesús vaya dándose, primero, la decepción y, después, el desaliento. ¿Qué hacer? No podía sustraerse en su misión y destino de Mesías doliente en el que, según los planes del cielo, se iba sumergiendo. Y esto explica el que en los evangelios aparezca su mensaje envuelto en comparaciones que denotan luz y alegría, no obstante, Jesús se ve poco a poco en la tiniebla y la tristeza.

Los evangelistas están de acuerdo en que su presentación y rechazo en Nazaret parece el oscuro anticipo del desenlace final. Puede usted leer el relato en Lucas 4,16-30. 

El Padre Larrañaga lo advierte así: “La escena de la expulsión de Nazaret parece el preludio de aquel otro aciago día en que Jesús, expulsado de la patria y de la vida, sale de la ciudad, traicionado y solo, para ser crucificado. Podemos afirmar que, en esta escena de Nazaret, el Pobre comienza su descenso en las aguas del dolor; y, por lo demás, este episodio señala su alejamiento definitivo, desengañado, de su propia tierra. ¿Señal roja y anticipo del rechazo final de toda la nación?”.

En un próximo escrito, Dios mediante, volveremos al dramático episodio.

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Sábado 10 Junio, 2017

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