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Opinión

Carlos y el perro

Jaime Hernández

A Carlos lo sacó de su casa su padre cuando era adolescente. Su padre no podía comprender que Carlos fuera tan diferente. A Carlos no le gustaba jugar fútbol como a sus hermanos. Le gustaba más jugar a las muñecas. En el colegio Carlos no sabía defenderse cuando le decían nombres, no arreglaba sus conflictos dándose golpes a la salida del colegio, como lo hacían sus hermanos. Iba y regresaba solo a las clases, haciendo más largo su recorrido para no pasar donde oía las burlas que le podían hacer si lo veían los compañeros. Carlos se sentaba en la última fila contra la pared para no ser visto. No levantaba la mano para preguntar o responder porque si lo hacía siempre había un coro de ruiditos ridículos de parte de sus compañeros. El día que un profesor insistió que contestara ese ruido le sacó lágrimas y, por supuesto, todo fue mucho peor.

Así iba nuestro personaje hasta que un domingo, sentado frente a la iglesia dejando pasar el tiempo, conoció a Keka. Su nombre era Enrique, pero lo llamaban Keka. Era simpático y tenía ocurrencias para todo. Tampoco iba a misa pero, como Carlos, era mejor quedarse fuera de la iglesia que explicar que no iría. A Keka lo crió la abuela. Su madre lo dejó en su casa, dijo que iba para la playa y no regresó. Meses después se supo que vivía en Panamá con un gringo que tenía un hotelito en alguna playa panameña. A veces mandaba plata.

Carlos y Keka iban al cine los domingos y caminaban despacio en el centro comercial viendo ventanas y comiendo helados. Carlos quedó con los ojos cuadrados el día que Keka se salto el mostrador de la venta de jugos y agarró del cuello al hombre que atendía por llamarlos mariquitas. Lo tomó del cuello delante de todos en la fila y le dijo despacio que repitiera lo que había dicho. El dependiente, muy agitado, susurró que lamentaba haberlos llamado así y Keka salió por la puertezuela del negocio muy orondo y repitió su orden. Carlos lo veía arrobado. La mañana siguiente uno de los hermanos de Carlos lo llamó como siempre Carlota para ver con estupor que Carlos lo tomó por el cuello, lo tiró al suelo y le pidió decir bien su nombre. Solo unos días después echaron a Carlos de su casa. 

Historias como la de Carlos hay muchas. Aprendiendo a vivir como gatos, a arañazos. En el colegio, en los lugares de trabajo, en las universidades. Los hay en todos los ambientes. Todos tienen un hermano o tío o vecino como Carlos. Se les mira con desprecio sin importar si es el profesor, el dependiente de la tienda o el peluquero del barrio. Viven, como todos, con la dignidad que su sueldo les permite. Van, como todos, de vacaciones a la playa. Cumplen, como todos, con la caja, los bancos, los créditos y los impuestos. Tienen casa y trabajo y amistades y parejas. Regalan en Navidad a sus seres queridos. Son iguales, obvio, a todos los demás. Sin embargo, además de saber que les llama por nombres o sobrenombres porque lo oyen – no es que no lo oyen – además, decía, de una que otra broma pasadita de tono, el Estado no les asigna los derechos que todos tienen. No pueden unirse en matrimonio. Generalmente no pueden asistir a los grandes eventos de su familia o trabajo acompañados de su pareja. Si uno de ellos muere, la familia del difunto se deja cuanto este tiene en su casa, con casa incluida si está a su nombre, despojando a su pareja de todo beneficio. Por supuesto no pueden pedir pensión en ningún caso porque ningún sistema de pensiones les protege. 

Ahora, además, cumplirán felices con la nueva ley de protección animal que afortunadamente se aprobó en estos días. No faltará el malicioso que concluya que los derechos del perro de Carlos se aprobaron antes que los derechos de Carlos. Pero esa es otra historia.

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Martes 16 Mayo, 2017

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