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Opinión

La columna de Jaime Ordóñez

Todos los días se nos mueren personas cercanas, o no tan cercanas, algunos desconocidos a quienes nunca vimos su cara ni les oímos hablar; quizá vivían en otros países y continentes (aunque al fin y al cabo todos somos cercanos, somos de los mismos, la misma raza humana). Y, justo por eso, cualquier muerte en el planeta nos debería importar, es nuestra propia muerte, como dijo Camus por allí, en el Hombre Rebelde, creo, aunque no estoy seguro de que haya sido en ese y no en otro libro del argelino, pues cito de memoria en este momento y tengo mi biblioteca lejos.

 

Justo la semana pasada murió prematuramente un talentoso empresario, esposo de una excompañera de colegio y buena amiga; también murió la madre de otro buen amigo, y así se van sumando las muertes, como una ley de vida, mientras al mismo tiempo nacen otros, en este proceso cotidiano de refundar la especie, una Humanidad que en ocasiones no tenemos muy claro hacia dónde va. Hace algún tiempo, a una querida amiga se le mató su hija, una muerte absurda, dolorosa, que renueva las dudas sobre el sentido de la existencia; de si hay realmente causas y efectos o si todo en una simple casualidad del ADN. A todos ellos hay que enviarles un abrazo siempre, el más fuerte posible, porque toda muerte es un ausencia. Y es el silencio de lo inexplicable, el que duele más, el que nos deja perplejos. En las últimas décadas, también tuve mis muertos: mi padre, mis abuelos, algunos amigos a quienes quise como hermanos. Otros muertos vendrán. Y en algún momento le llegará a uno el día.

 

Esta mañana de domingo he hecho una pausa y he pensado que la única forma de combatir la muerte es celebrar la vida. En primer término, celebrar los oficios y las distintas contribuciones de aquellos que ya no están. "Tan buen pan que hacía" no sólo es un lugar común, un giro popular, sino una verdadera metáfora de los actos cotidianos y la forma de trascender la muerte. Y esta lógica de la contribución al mundo es profundamente abierta y democrática. Prácticamente no hay un ser humano (por humilde que haya sido) que no haya hecho cosas por su mundo y la gente que lo rodeó.

 

Detrás de Mozart, de Cervantes, de Madame Curie o de Kant, hay millones de mujeres y hombres anónimos que, minuciosa y laboriosamente, construyeron la civilización que hoy tenemos. La que hizo telares; el anónimo que puso un ladrillo en la obra que sería después un edificio o una catedral; el que se hizo a la mar a las 3am durante cinco décadas para llevar peces a su pueblo; el que pasa la noche en vela para cuidar los pistones y las plantas que le dan luz a una ciudad. El sólo hacer esta lista de los oficios y labores es hermoso y honra a la especie humana. Hagan el intento.

 

Pues bien, esta es la mejor forma de vencer la muerte. Permítanme cerrar con una anécdota. Desde adolescente, yo había admirado mucho a Oscar Niemeyer, el gran arquitecto carioca que diseño Brasilia junto con Lucio Costa. Leí sobre él durante décadas, seguí sus pasos, conocí Brasilia hace algunos años. Fue un hombre longevo y apasionado, vivió hasta las 104 y murió hace un año en Río de Janeiro. Hace cinco años tuve el honor de conocerlo, de encontrármelo en Madrid en una retrospectiva en honor a sus 100 años. Hablé con él unos 5 minutos (me lo presentaron una pareja de amigos madrileños) y tuve la percepción de que él, Niemeyer, hasta su última célula y molécula, era resultado de su obra, de su extraordinaria pasión por el espacio y las formas. Todo Niemayer, su fuerza y energía, con ya 100 años de edad, era la síntesis de su gran pasión por el mundo y su trabajo.

 

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Lunes 02 Diciembre, 2013

HORA: 12:00 AM

CRÉDITOS: Jaime Ordóñez*

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