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Opinión

El derecho a protestar de las minorías

Opinión

Toda protesta es política. Protestar presupone posición, involucramiento, compromiso y alta dosis de resistencia. Protestar significa optar por plantarse, allí donde pudo imperar cómodamente el vacío del desistimiento y la resignación, o el sonido hueco que arrastran, cuan malas conciencias, los plegados, los sumisos, los hipócritas y los cobardes. Dicho más en nuestras coordenadas: los “porta’ a mí”, los “pura vida”, los “más felices del mundo”.
El derecho a la protesta encierra la parábola misma de la vida: nacemos protestando y morimos resignándonos.
Notarán ustedes que, en el marco del derecho humano a la protesta, los impulsos más elementales de la vida, se confrontan: la protesta como conciencia de vida (Eros) o como ganas de vivir bien: sin frío y sin hambre. En palabras simples: sin carencias ni olvido.
Pero también está la muerte (Tánatos), esa pulsión aquietante tan propia de la senectud, que se vuelve notoria, precisamente cuando todas las luchas dejan de ser nuestras y empiezan a corresponderle a otros, cuando las energías no dan para enfrentar y apechugar o cuando, finalmente, ya no reclamamos sino nuestro digno derecho a la resignación y, por tanto, al descanso aquiescente.
¿Por qué los jóvenes suelen ser la savia de la lucha social? Justamente, por su pulsión por la vida (por su energía vital).
Protestan los que tienen vida por delante y afrontan los problemas que esta les antepone. Por el contrario, se resignan los que ven su vida por encima del hombro: siempre en retrospectiva y sin ninguna prospectiva.
De tal suerte que protestar es vivir o vivir es protestar -según los anteojos o paradigmas a los que nos atengamos-.
Basta fijarse bien: protesta el neonato, a quien, si le concediéramos voz en lo conducente, resumiría su grito de justicia en algo tan llano como esto: “bueno, si me trajeron a este mundo, al menos cobíjenme, aliméntenme y asegúrenme. No pretendan que me calle mientras no esté bien. Mucho menos si -desde mi perspectiva- el Poder (médico) me sostiene de los pies y me enseña el mundo ‘patas pa’ rriba’”.
Quizás por ello Norberto Bobbio reclamaba un necesario “mínimo civilizatorio”, sin el cual no es exigible orden alguno como presupuesto del Estado de Derecho. Y esto, por más que se le sume conveniente y falsariamente, algún coto de legitimación democrática.
Al profesor italiano no le hizo falta ninguna suerte de regresión, hasta su nacimiento, para caer en cuenta de que la democracia es inviable, sin esos cumplimientos mínimos que civilicen.
Monseñor Maradiaga sostiene que es más fácil ser demócrata con el estómago lleno. Sin embargo, lo podríamos corregir, afirmando, para nuestros efectos, que ¡solo es posible ser demócrata con el estómago lleno!
Y agregaría a ello algo menos obvio, pero mucho más serio, pero siempre en la misma línea: la democracia es un sistema de legitimación del poder, basado en mínimos, no en máximos.
No es la justicia, sino y a lo sumo, el orden, lo que la democracia está en posibilidad de agenciarnos. Tampoco nos asegura el gobierno de los mejores; si acaso, el de los que se atreven con vocación de poder y sed de mando. O lo que es igual, y en síntesis: la democracia no es el gobierno de mayorías que cacofónicamente nos vendieron desde cívica y estudios sociales -sin descontar el relato oficialista de siempre-. ¡Qué va! La democracia -hoy por hoy- es el gobierno de las minorías que se hacen valer. Y si no, que lo digan las cámaras, los sindicatos y los “lobistas” que los representan, incluidos los medios de comunicación rentistas y prebendales (con excepciones honrosas) que hoy dictan la opinión pública.
¿O acaso no basta contabilizar los votos de Carlos Alvarado (440 mil en primera ronda versus 1.200.000 en la segunda), para caer en cuenta de que, aritméticamente, ese umbral es apenas la primera minoría de un país con casi cinco veces más habitantes?

*Abogado y profesor universitario

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Lunes 11 Noviembre, 2019

HORA: 12:00 AM

CRÉDITOS: Pablo Barahona Kruger*

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