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Opinión

Serenata en Heredia

¿Me lo apunta? / Jaime Hernández

Cuando los padres de mi abuela fallecieron, jóvenes aún y uno después del otro, dejaron una marimba de ocho o nueve hijos entre 20 y 9 años. Aquellos padres iban de vacaciones a Europa y alquilaban carretas para llevar a sus hijos a Puntarenas a pasar el verano en su casa de la playa. Dedicados al comercio, tenían sendas tiendas en Heredia y vivían en una mansión en el espacio que luego ocupó la Escuela Braulio Carrillo, o  muy cerca de ahí por si aparece algún purista, que en Heredia por supuesto los hay. Casa esta con patio interior al centro ocupando tres lados de aquel jardín. Las chicas estudiaban en el Sion, donde ahora está parte de la Asamblea Legislativa, y viajaban en tren a su colegio con sus libros y sus bultos y todos los bordados y tejidos que pudieron aprender. Las chicas de Heredia muy elegantes los domingos en la misa de La Inmaculada y luego la retreta con la banda en el parque. Helados, almuerzo familiar, oraciones y a seguir viviendo bien hasta que los alcanzó aquella pérdida y todo se desordenó.

Ninguno de aquellos hijos tan jóvenes tenía en sus venas la capacidad del comercio que tuvieron sus padres. Ahí estaban las tiendas que no atendieron con rigurosidad. La desesperación hizo lo que sabe hacer bien y todo se perdió en pocos años. 

Apenas a tiempo para que las tres hijas mayores se casaran y los demás comenzaran a mudarse de casa en casa hasta llegar a no tener nada. 

Se cuidaron unos a otros con amor, pero fueron pasando de Downton Abbey a capítulos bien serios de Dickens, “quiero más sopa” incluida. 

Dos de los hijos varones migraron a Nueva York. Uno de ellos muchos años después me invitaría a su casa en Queens cuando yo tenía quince años y Manhattan me sedujo para siempre, pero esa es otra historia. 

La hija mayor se casó bien con un comerciante talentoso venido de España. Su casa de Barrio Amón era un palacio. 

Mis ojos de niño solo recuerdan que no era posible recorrer aquella casa de tres pisos sin agitarse. Recuerdo el sótano repleto de juguetes y el desayunador más hermoso que he visto en mi vida. Ahí nos servían el café a los niños de visita y abrían un pequeño aparador lleno de delicias que yo quería tragar entero.

De esa tía abuela para abajo, todos eran un poco pobres, o mucho, como mi abuela, siempre sentada frente a su Singer cose que te cose al tiempo que cocinaba manjares, que era su verdadero talento, además del de soportar las serenatas de mi abuelo en media calle, un día sí y la noche siguiente también.

La voz de mi abuelo era un portento. Y el mucho licor que tomó solo la hizo más fuerte. 

Pero ya había dejado de hacer gracia a mi abuela la bendita serenata a destiempo. Su sonrisa se apagaba un poco al escuchar aquella voz en medio Heredia cantando boleros y canciones italianas. 

Mi favorita: “Torna a Surriento”, la que más enojaba a mi pobre abuela.

Es la vieja historia de la familia que se arruina por no saber cuidar lo suyo, como tantas historias parecidas conocemos, o nos han sido inventadas a manera de fábula para advertirnos de los peligros de no cuidar lo que se tiene.

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Martes 06 Noviembre, 2018

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