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Opinión

La expulsión

Juan Luis Mendoza

El evangelista san Juan sintetiza así lo referente a la expulsión de los vendedores del Templo: “Entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían, diciéndoles: “Está escrito: Mi Casa será Casa de oración. Pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos” (Juan 19, 45-46).

Y, ante todo, algunos detalles que traen los otros evangelistas sinópticos. La higuera en la que, fuera de la estación, Jesús busca higos. El Padre Larrañaga comenta al preguntarse por una acción tan sin sentido: Seguramente intenta “desplegar ante los ojos de los discípulos una enseñanza gráfica. Se trataba sin duda de un gesto simbólico a través de una acción concreta, transformándola en una parábola plástica. La reacción inmediata de Jesús fue la de una persona decepcionada: como si el árbol tuviera conciencia y libertad, como si la higuera fuera sujeto de culpa, fulminó una maldición sobre ella, diciendo: “Nunca jamás coma nadie fruto de ti” (Marcos 11,14). Sin duda, Jesús estaba pensando en la religiosidad de Israel, cargada de follaje, vestida de ritos solemnes y escrupulosa observancia de normas, pero sin frutos de amor ni obras de misericordia. En suma, una religiosidad farisáica: apariencias de virtud, ostentoso cumplimiento de prácticas religiosas, pero, por dentro, solo fanatismo, hipocresía, contumacia. ¡Esterilidad eterna, pues, sobre el Israel oficial!” 

Ya, en Jerusalén, tiene lugar uno de los incidentes más espectaculares, un acontecimiento que, por un lado, constituye el punto más alto de la interpelación a nivel nacional del Pobre de Nazaret para forzar a la conversión a la nación judía, y, por otro, el hecho culminante que precipitará el desenlace final de la vida del Maestro. Me refiero a la expulsión de los vendedores del Templo.

El Padre Larrañaga se extiende en detallar ciertos pormenores en torno a la presencia del Arca de la Alianza, Jerusalén y su templo, objeto de veneración extrema de Israel, juntamente con sus muchas dependencias al servicio del culto. Puntualiza que “el atrio de los gentiles, el recinto más amplio y exterior, se llamaba también explanada del templo, en la que se instalaba el mercado; pero este mercado no se asemejaba a una feria popular, para la compraventa de mercadería, sino que estaba exclusivamente destinado a los sacrificios. Juntamente con el mercado, funcionaban también las mesas para el cambio de moneda, en razón de que la moneda que normalmente circulaba en Israel era la romana, que llevaba grabada en una de sus caras la efigie del Emperador, y, por consiguiente, para los verdaderos judíos, esta moneda era “blasfema”, por lo que no podía entrar en lugar sagrado; así, pues, había que cambiarle por la moneda especial que circulaba en el templo. Con este fin se instalaban las mesas de los cambistas… El movimiento monetario debía ser, pues, extraordinariamente elevado en los atrios del templo con motivo de la Pascua”.

Además, hay que añadir que con el de las oraciones y alabanzas se alababa el culto de los sacrificios y que la carne de los animales sacrificados se vendía ahí mismo en las dependencias del templo. La expulsión de los vendedores por parte de Jesús no sólo es, pues, un gesto profético de carácter religioso sino que es también, por la incidencia socioeconómica, un atentado político.

El Padre Larrañaga observa: “No sabemos si, por parte de Jesús, fue una reacción espontánea motivada por la escandalosa explotación comercial de la religiosidad popular o un gesto profético largamente meditado y calculado (nos inclinamos por lo segundo). El hecho es que el Pobre de Nazaret, indignado y fuera de sí, armó un escándalo de proporciones, avanzando entre rebaños de terneros y corderos, y, a puntapiés, empujones y gritos, provocó el espanto general, originando una formidable estampida de vacunos, ovinos, aves y hombres”.

Y añade nuestro autor: “Se agachó, agarró unos cordeles que habían servido para amarrar el ganado, los revolcó en el aire como un gesto de lacear, y avanzó por la explanada blandiendo las cuerdas a modo de látigo, golpeando a personas y animales y a todo cuanto encontraba a su paso. Subió agitadamente las escalinatas y derribó una tras otra las mesas de los cambistas, mientras montañas de monedas rodaban estrepitosamente escaleras abajo. Se irguió en lo alto de la escalinata, y comenzó a gritar estentóreamente: Emisarios del infierno y mercaderes de Satán, ésta es la casa de Dios, pero ustedes la han transformado en guarida de ladrones… ¡Fuera de aquí!”.

Dos reacciones: La de los discípulos: “El celo por tu casa me devora” (Salmo 69,10). La de los Sumos Sacerdotes: “Se enteraron los Sumos Sacerdotes y los escribas, y buscaban cómo podían matarlo” (Marcos 11,18). El mismo evangelista añade para explicar la no intervención inmediata: “Porque le tenían miedo, pues toda la gente estaba asombrada de su doctrina” (Marcos 11,18).

Por su parte, Lucas puntualiza que “por el día enseñaba en el templo, y salía a pasar la noche en el monte de los Olivos. Y todo el pueblo madrugaba para ir donde él, y escucharle en el templo” (Lucas 21, 37-38).

Proseguimos otro día la historia de los últimos días de Jesús en Jerusalén. Será, Dios mediante, en un próximo escrito.

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Sábado 20 Enero, 2018

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