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Opinión

Los demás

Juan Luis Mendoza

Un árbol no echa de menos a nadie. El hombre en cambio, al tomar conciencia en sí mismo, se ve solitario e indigente, como encerrado en la estrechez de su ser; y para desarrollarse necesita comunicarse con los demás. Ser él mismo y ser para los otros: mismidad y relación, ambas cosas constituyen la esencia del ser humano.

Ahora bien, la relación con los demás no es siempre cosa fácil. Los demás son a veces un tormento: “El otro es un infierno”, afirma Sartre. Por su parte, el P. Larrañaga escribe: “Habiendo hecho un largo camino por el interior de la vida, he podido comprobar que, efectivamente, el otro es el manantial más importante y temible de sufrimiento humano; del otro le llegan al hombre los impactos más dolorosos. Y henos aquí atrapados de nuevo entre las tenazas de la contradicción: lo que es necesidad se nos puede tornar en infierno”.

Ocurre lo siguiente. Usted se presenta ante un determinado grupo y actúa. Concluida la actuación, puede darse cuenta de que cada uno de los asistentes tiene de usted y de su manera de actuar una apreciación distinta y aún contraria. En ello influye un sinnúmero de imponderables: evocaciones, transferencias, sensibilidad, historias personales, mentalidad, escala de valores, intereses, etc.

¿Por qué ha de sorprenderse usted de que unos lo acepten, otros lo rechacen y a la mayor parte les resulte indiferente? Y esto no depende de usted; depende de ellos, aunque ni ellos mismos se den cuenta de por qué proceden así. Lo que significa que las relaciones humanas son complicadas, son un misterio.

Ahí tiene usted el caso de la envidia. Se trata de una malísima yerba que abunda por todas partes, aunque disfrazada de mil maneras, pues es tan fea que no se atreve a dar la cara. El envidioso sufre mucho y hace sufrir a los demás. La gente se “ocupa” de usted, de lo que dice, de lo que hace y lo interpreta a su modo, lo que le lleva a tener de usted, no su imagen real, sino su caricatura. En un momento dado tuvo un problema, un incidente pasajero. Pues bien, desde entonces y para siempre aquello con que lo marcaron lo acompañará a todas partes; peor aún, para muchos, usted no es y no será otra cosa que “aquello”. Si tiempo atrás fue usted un mediocre en el estudio, y aunque ahora muestre varios doctorados, es muy probable que se le siga teniendo como un mediocre. Los ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente.

El trabajo puede constituirse en un lugar de sufrimiento: unas veces por el modo de ser del jefe; otras por el comportamiento de los compañeros.

El vecindario puede ser también fuente de malestar: le vigilan, le fiscalizan, le envuelven en los más increíbles cuentos y chismes…

¿Y qué decir de la familia? Hay personas para las que el matrimonio es origen de grandes sinsabores. A veces son los hijos, particularmente en la etapa de la juventud. Otras veces es la falta de buena relación entre los padres, o de estos con los hijos. No faltan disgustos por la injerencia de otras personas en el seno de la familia.

En los grupos humanos se dan con frecuencia personas que malinterpretan, que no perdonan, que no se abren a los otros, que decepcionan… Más fuentes de sufrimiento.

Cuando los males fluyen de uno mismo –obsesiones, angustia, depresión, etc.- cabe la solución mediante ejercicios que están al alcance de todos. Pero cuando son los demás los que nos molestan, ¿qué hacer?

Hay que ejercitarse en el amor. Pero antes, conviene mucho el crear poco a poco un mundo en el que se viva despierto siempre, desasido de sí mismo, controlada la mente todo lo más que se pueda y la relativización de todo, frente a cualquier agente externo.

También conviene no echar en olvido que amar es respetarse, adaptarse, comprenderse, acogerse, comunicarse. El ejercicio del amor fraterno no es fácil, pero es posible. Y hay casos también en los que es “casi inevitable”. Escribe, en efecto, el P. Larrañaga que “cuando uno se siente amado por Dios, ese arte de amar no sólo es fácil sino casi inevitable”.

En todo caso, el dedicarse a amar a los demás es siempre posible y muy liberador. Amar sobre todo a los que de algún modo nos han ofendido. ¿Cómo hacerlo? El mismo P. Larrañaga lo dice: “Cada vez que recibas un impacto negativo, concéntrate, tranquilízate y dedícate a amar a esa persona, a sentir amor por ella; a transmitirle ondas amatorias, a envolverla, mental y cordialmente, en ternura y cariño”.

Se trata de lo siguiente: cuando alguien nos ofende, en vez de volvernos contra él –lo que en definitiva nos va a afectar a nosotros- lo que conviene hacer es retirarse a un lugar solitario, y allí, poniendo la mente y el corazón en quien nos ha ofendido lo abrazamos con el mayor amor, valiéndonos de algunas pocas palabras que, desde la mente pasen por el corazón, y lleguen hasta aquel que hacemos objeto de toda atención y afecto, devolviéndole bien por mal.

Allí está el secreto para liberarse de los sufrimientos que “vienen del otro”, además de ser el gran mandamiento cristiano y la fuente de toda verdadera alegría.

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Sábado 30 Abril, 2016

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