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Opinión

Otra superstición: la del Estado “todopoderoso”

La interferencia del Estado en nuestras vidas siempre significa el uso de la fuerza o la amenaza de usarla. El dinero que el Estado gasta para cualquier propósito lo obtiene de los impuestos. Y los impuestos son pagados porque los contribuyentes temen enfrentarse a los cobradores de impuestos. En última instancia, el Estado es el empleador de hombres armados, de policías, carceleros y verdugos. La característica esencial del Estado es la ejecución de sus dictados, si es necesario, mediante encarcelamiento o matanzas. Quien pide más intervención del Estado pide más compulsión y menos libertad.


La triste realidad es que, en mayor o menor grado, en todos los países no existen ciudadanos: solo hay súbditos. Súbditos que laboran diariamente para su amo, el Estado. Las personas no le dicen al Estado lo que debe hacer. El Estado les dicta a las personas lo que deben hacer, y lo respalda con la fuerza. Al mundo lo está estrangulando un monstruo creado por el hombre: el Estado que se entromete en todas las áreas de nuestra vida. Seguimos en camino hacia la servidumbre total, como dijo Hayek, hacia el punto en el cual lo que no está prohibido es obligatorio.


La democracia le facilita a un gran coro de políticos vender el cuento de que el gobierno “somos todos” y que el pueblo controla a los gobernantes. Pero ¿por qué la gente sigue y aplaude a políticos que reconoce que les mienten? Lo sorprendente no es que los políticos mientan, sino que el pueblo les crea.


Todo aspirante a gobernante promete dos cosas: muchos beneficios y nada de más impuestos. Promesas que, siendo contradictorias, no se realizan jamás. Pero el político buscador de popularidad le grita a las orejas del pueblo: “Si yo gobernara, los colmaría de beneficios y los liberaría de impuestos”. Y el pueblo le cree.


La realidad es que al político le atrae la carrera política no porque quiere servir a otros, sino porque tiene su propia visión de lo que es bueno para otros y desea tener el poder de hacerlo cumplir usando la violencia –la fuerza-. Esa es la esencia del Estado. Pero, como dijo Madison, ningún hombre con poder político –o que lo busca- merece confianza.


Bien dice Bastiat que el Estado tiene dos manos, una para recibir y otra para dar, la mano ruda y la mano dulce. La actividad de la segunda está necesariamente subordinada a la actividad de la primera. En rigor, el Estado puede quitar y no dar. Esto se observa y se explica por la naturaleza porosa y absorbente de sus manos, que retienen siempre una parte y a veces la totalidad de lo que ellas tocan. Pero lo que no se ha visto ni jamás se verá e incluso no se puede concebir es que el Estado le dé a la población más de lo que le ha quitado. Pero para evitar demasiado descontento, los políticos ensayan hacer un poco de bien en el presente a expensas de mucho mal en el porvenir. Para ello recurren a la deuda pública, es decir, devoran el porvenir. Pero desengáñese: los políticos buscadores de popularidad dominan el arte de mostrar la mano dulce ocultando la mano ruda.


Estimado lector, ¿Quién alimenta a los saqueadores estatales y paga por sus armas? ¿Quién les suministra los medios para explotarlo a usted? ¿Quién hace posible que los incompetentes controlen el fruto de su labor? ¡Adivine quién! Es usted mismo quien hace posible su propia explotación.


Es que los parásitos necesitan víctimas. Pero a largo plazo, el mal solo puede sobrevivir si el bien está dispuesto a servirlo. Por eso lo insto a negarse a seguir dándoles validez moral a sus explotadres. Es necesaria una revolución moral como la huelga en la gran novela de Ayn Rand, La Rebelión de Atlas: una rebelión contra el martirio y contra el código moral que exige mártires o víctimas, contra la moralidad de caníbales modernos que dicen que uno debe existir para beneficio de otros. Que esos caníbales crean lo que quieran. Pero que tengan que creerlo y sobrevivir -sin nuestra ayuda-.


La expectativa de un ser primitivo, de recibir beneficios de un poder invisible, persuadido por palabras mágicas, ha sido transformada en tiempos modernos en la idea de una entidad por encima del individuo -el Estado- que crea beneficios de la nada. Pero lo del Estado todopoderoso es una superstición. Todo el poder del Estado proviene del pueblo. El mal llamado dinero del Estado proviene de impuestos extraídos por la fuerza al pueblo. Por eso, el Estado es impotente sin el pueblo, al cual victimiza.

 

*Escritor

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Miércoles 22 Mayo, 2013

HORA: 12:00 AM

CRÉDITOS: Por: Raúl Costales Domínguez

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