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Opinion

Son personas, nuestros semejantes, nuestros hermanos

Miguel Ángel Rodríguez

Cada persona a la que se le arrebata la vida debe conmovernos. No permitamos que nos domine la indiferencia. Quienes mueren víctimas de la violencia son personas, hechas a imagen de Dios, dignas, nacidas para vivir y labrarse su felicidad. No son números, no son estadísticas. Son personas de carne y hueso. Son hijos que dejan a sus padres, hermanos y abuelos sumidos en la tristeza. Son padres o madres que dejan hijos huérfanos y desprotegidos, carentes del amor que todos necesitamos. Tienen nombres. Se llaman Juan o María, Carlos o Sofía. Se llaman Jacobo o Mohammed, Vladimir o Myroslava. 

Muy posiblemente estemos viviendo el tiempo con mayor violencia y confrontaciones, con más muertes violentas desde el fin de la II Guerra Mundial. Es muy temprano para poder saberlo con certeza. Hasta hace poco, los datos indicaban que estábamos viviendo una de las épocas con menor proporción de víctimas de las guerras sufridas desde que se puede cuantificar ese horrible número, y específicamente desde el fin de la II Guerra Mundial.

Pero las guerras y la violencia delincuencial que hoy se vive en el mundo parecen revertir esa anterior realidad. La invasión de Putin a Ucrania y la Guerra en Medio Oriente que fue desencadenada por la cruel y malévola acción terrorista de Hamás contra los habitantes de Israel el 7 de octubre del año recién pasado, así como el aumento en el crimen organizado internacional han incrementado grandemente las muertes producto de la violencia.

Hoy la crueldad de las guerras es peor porque de manera especial afecta a la población civil, con enorme daño para personas no combatientes. Es apabullante el número de víctimas que incluye muertos, heridos con enormes limitaciones físicas posteriores, desplazados, huérfanos, mujeres violadas y hogares destruidos. A esta cruel realidad se agrega el crecimiento de la delincuencia que mata hoy muchas personas más que las guerras.

La violencia de la delincuencia es especialmente grave en nuestra América Latina. Los datos sobre asesinatos por 100.000 habitantes por año del Banco Mundial que llegan hasta 2020 nos indican que en Latinoamérica y El Caribe son 20; seguidos por África Subsahariana con 14; EE.UU. con 6; Oriente Medio y Norte de África con 4; Europa y Asia Central, así como Asia Meridional con 3; y Asia Oriental y Pacifico lo mismo que la Unión Europea con 1.

En Costa Rica el año pasado terminamos con la muy alarmante cifra de 17,2 asesinatos por 100.000 habitantes, casi el triple de la que había durante mi gobierno hace solo 22 años.

Estas tristes y crueles realidades de desprecio por la vida humana han llevado inclusive a que buena parte de la humanidad apoye el homicidio de millones de bebitos mediante abortos provocados, y que incluso se defienda el derecho a cometer ese crimen contra la vida y a promoverlo. 

Por eso me abruma ver cómo crece en nuestro país la indiferencia ante las diarias violaciones al derecho fundamental a la vida. Oímos la radio o vemos la página del periódico o la pantalla de TV sin impresionarnos por la muerte en Ucrania o en Gaza, en Sudán o en la República Democrática del Congo. Ni siquiera nos agobia la muerte de un joven en San José o en Limón o de una mujer en algún rincón de nuestra patria. Basta ya. No permitamos que cunda la indiferencia.

La semana recién pasada los obispos de Costa Rica clamaron con la voz de Dios en el Génesis: “¿Qué has hecho? ¡Escucha! La sangre de tu hermano grita hacia mi”.

Y nos dijeron “Cada uno de los crímenes cometidos es una afrenta directa al Dios de la Vida, a la dignidad humana, a las leyes vigentes y a los más elementales principios de convivencia social. ¡No podemos dejar que Costa Rica se nos pierda en un baño de sangre!”.

Despertemos costarricenses, no seamos indiferentes a la muerte de nuestros hermanos.

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Lunes 29 Enero, 2024

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