En el último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, que hunde sus raíces en las más profundas verdades bíblicas y teológicas.
Como señala el Papa Francisco, al hablar de un rey, generalmente, “nos vendrá a la mente un hombre fuerte sentado en un trono con espléndidas insignias, un cetro en las manos y anillos brillantes en los dedos, mientras dirige a sus súbditos discursos solemnes” (Papa Francisco, Cristo Rey, 20 noviembre 2022).
No obstante, al contemplar la figura de Jesús, nos enfrentamos a un contraste impactante. En lugar de hallarlo sentado en un trono cómodo, lo encontramos suspendido en un patíbulo, crucificado. Este Dios, quien en palabras bíblicas “derribó a los poderosos de su trono”, se presenta ante nosotros como un siervo crucificado por aquellos mismos poderosos. Su vestimenta está compuesta solo de clavos y espinas, pero rebosa de un amor inmenso.
“Cristo subió a la cruz como un Rey singular: como el testigo eterno de la verdad. ‘Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad’ (Jn 18, 37). Este testimonio es la medida de nuestras obras, la medida de la vida” (Juan Pablo II, 25 de noviembre de 1979).
Jesús se revela como un Rey único cuyo dominio se fundamenta en el servicio como expresión del amor. A diferencia de la enseñanza desde un trono, en la cruz, no utiliza palabras para guiar a la multitud ni alza la mano para imponer. Así se revela nuestro Rey, con los brazos abiertos, en un abrazo cálido y redentor para todos. El discurso más elocuente en la historia de la humanidad.
En el centro de la realeza de Jesucristo se encuentran el misterio de su muerte y resurrección. En el momento de su crucifixión, los sacerdotes, escribas y ancianos se burlaron de él diciendo: “Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz y creeremos en él” (Mateo 27, 42). Sin embargo, al ofrecerse a sí mismo en sacrificio, Jesús se convierte en el Rey del universo, como lo proclamará después de la resurrección: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mateo 28, 18).
El “poder” de Jesucristo, a pesar de su título real, no se compara con el poder convencional asociado a los monarcas y líderes de este mundo. En lugar de ejercer control político o militar, el poder de Jesucristo es de naturaleza divina. Se refiere a su capacidad de conferir vida eterna, liberarnos del mal y superar el dominio de la muerte. Jesucristo reina ofreciendo la esperanza de la vida eterna y la liberación del pecado y la muerte.
Así, Jesucristo nos ha llamado a formar parte de su Reino, para construirlo desde el servicio fraterno y amoroso de cara a un mundo mejor.