El vapeo se ha convertido en una epidemia silenciosa entre nuestros jóvenes. Bajo apariencias inofensivas de colores vibrantes, sabores atractivos y diseños modernos, estos dispositivos esconden una realidad alarmante que la Organización Panamericana de la Salud ha evidenciado en su campaña “Los colores de un pulmón dañado”.
Si bien reconocemos los esfuerzos de los Ministerios de Salud y Educación Pública en materia de prevención, la batalla en su contra requiere un frente común, en el que las familias jueguen un papel protagónico.
Es inaceptable la pasividad de algunos padres que observan a los menores vapeando sin intervenir, como si se tratara de un comportamiento inofensivo. Igual de reprochable es la conducta de establecimientos comerciales que, ignorando toda ética y legislación, venden estos dispositivos a esta población.
Esta práctica es tan grave como suministrarles tabaco o alcohol, sustancias cuyo acceso está claramente restringido por razones evidentes.
La información es clara: vapear genera adicción, no sirve para dejar de fumar, está prohibido en espacios públicos cerrados, emite sustancias tóxicas y cancerígenas, además, sus desechos aumentan la contaminación ambiental.
Asimismo, está comprobado que incrementa el riesgo de infarto agudo del corazón, accidente cerebrovascular y enfermedades pulmonares.
Es momento de actuar con firmeza. Las autoridades deben intensificar los controles y sanciones a comercios infractores. Las familias deben educarse sobre estos riesgos y mantener diálogos honestos con sus hijos.
Las escuelas deben reforzar programas de prevención y como sociedad, debemos rechazar la normalización de una práctica que compromete la salud de nuestra juventud.
La protección de los menores no admite medias tintas. Tomemos al toro por los cuernos antes de que esta epidemia cobre un precio demasiado alto.