Varias veces al año vemos cómo lanzan estadísticas realmente alarmantes mediante las cuales se da a conocer que cientos de niños son agredidos brutalmente por quienes se supone deberían de cuidarlos.
Cientos de veces, desde que tenemos memoria, las autoridades han hecho un llamado para que se detengan la violencia y las negligencias en los hogares, sin embargo, esto muchas veces no pasa de ser un mensaje vacío, porque lastimosamente no cala en la mente y los corazones de quienes precisamente fungen como agresores.
El problema es que, con el pasar del tiempo, este tipo de comportamientos anómalos se tornan más comunes de lo que usted y yo pensamos, o quizá simplemente con las redes sociales y la digitalización de los medios ahora dichas conductas se tornan más evidentes.
En algunos momentos se habló de más de 70 mil denuncias de menores agredidos en el año, pero temblamos de impotencia cuando nos ponemos a pensar cuántas agresiones no llegan a ser denunciadas, cuántos niños y adolescentes sufren en silencio.
Es difícil entender cómo las autoridades no optimizan sus recursos para poder detectar menores abandonados, golpeados, desnutridos y hasta con comportamientos que hacen pensar a quienes los ven que tienen poco aprecio por su vida o que son violentos con quienes los rodean.
Muchos otros miles sufren los vejámenes de la violencia dentro de sus propias casas, a manos de quienes se supone deben cuidarlos, amarlos y protegerlos. Las agresiones reportadas en el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) son sexuales, físicas, psicológicas y parecen no detenerse.
Costa Rica debe sentir vergüenza, el país que se jacta de ser cuna de la paz, la solidaridad y la educación vive una epidemia de agresiones hacia la población infantil jamás registrada antes y eso sin contar las cifras ocultas por la falta de denuncia, ya sea debido a la complicidad de algunos o la miopía de las autoridades. Todos los días en el Hospital Nacional de Niños atienden casos que dejan atónitos a los médicos y muestran la vulnerabilidad de esta población.
Por eso era tan importante darle curso al expediente 21.410 para que se establecieran sanciones a quienes usen métodos de tortura contra menores de edad, imponiéndoles penas de hasta 15 años a quienes las cometan.
Estos castigos aplicarían para quienes agredan a los menores con golpes que atenten contra su integridad, pero también para las acciones que afecten la dignidad humana, el desarrollo físico o la capacidad mental de los pequeños.
Pero vale ser muy claro, porque lastimosamente ahora ciertas personas les dicen a los niños que casi que sus padres ni siquiera les pueden llamar la atención, la idea de esta ley es que se haga pagar a los adultos que realmente hagan daño a los pequeños a su cargo.
Lo anterior porque lastimosamente en la actualidad algunos jóvenes y niños sienten que ya no se les puede corregir porque para ellos todo es una agresión e incluso en algunos casos amenazan a sus progenitores de forma constante con denunciarlos por maltrato.
Desde la Administración de Laura Chinchilla, se decretó epidemia nacional por agresiones a menores, el país buscaba una ruta de trabajo para mitigar el impacto de esas acciones, pero 10 años después todo sigue igual. Al parecer, de nada ha servido porque el mensaje no caló en aquellos seres humanos que disfrutan de meterse con los indefensos.
Ahora solo queda esperar que la iniciativa pase a manos del Poder Ejecutivo para que se convierta en ley de la República, a ver si acaso los agresores lo piensan más antes de actuar. Quizá la posibilidad de ir a purgar una pena de 15 años a la cárcel los detiene.
Tenemos que pensar como seres humanos, ¿qué estamos haciendo en esta vida? No podemos ser partícipes de ningún tipo de agresión en contra de menores de edad ni mucho menos cómplices o encubridores de nadie que perpetre semejantes actos, porque nadie tiene derecho a robarle la inocencia a los más pequeños de la casa.