Ante todo, y a cada paso, nos hemos de cuestionar en dónde está la objetividad y dónde la apariencia; dónde el sueño y dónde la realidad; dónde la vida y dónde la “comedia” de la vida…
Con demasiada frecuencia la vida se viste de apariencia, del falso “yo social”. Y “henos aquí”, observa el padre Larrañaga, “con los valores invertidos: en el trono del ser (verdad) se sienta la apariencia y a la apariencia la llaman verdad”. Y añade inmediatamente: “Las gentes sufren aflicciones sobre aflicciones; no tanto por tener (mucho menos por ser), sino por aparecer, por exhibirse, transitando siempre por rutas artificiales. Se mueren por vestir al último grito de la moda.
No les interesa tanto una casa confortable como una casa vistosa, enclavada en una zona residencial, que luce bien, aunque tengan que vivir durante años agobiados de deudas. Su única obsesión es quedar bien y causar buena impresión. He aquí la fuente honda de preocupación y sufrimiento”.
Por el afán de “aparecer” el hombre es víctima de la competitividad, la mentira, el miedo, etc.
No es que se haya de negar el legítimo y sano deseo de triunfar y sentirse realizado. “Pero por triunfar casi nunca se entiende el hecho de ser productivo y sentirse íntimamente gozoso, sino el hecho de proyectar una figura social aclamada”, observa el P. Larrañaga.
Relativizar es ver las cosas objetivamente, verlas en su verdad, reducidas en sus exactas dimensiones. El hombre tiende a absolutizar lo que es relativo; y esto por la identificación que se establece entre un hecho y la persona que lo vive tan subjetivamente.
Absolutizar es eso: la sensación de que no existe otra realidad que la presente y de que siempre será así. Por el contrario, relativizar es situar los hechos en su verdadera dimensión y perspectiva. Claro, el que absolutiza lo relativo, sufre. Y para que el sufrimiento cese hay que relativizar todo.
Todo cambia; nada permanece. Todo, en consecuencia, es relativo; todo es pasajero: las generaciones que se suceden ininterrumpidamente, las “pérdidas irreparables”, los efectos negativos de un accidente, el montón de noticias diarias, casi siempre malas.
Tanto a nivel del universo como a nivel del pequeño mundo de la existencia de cada cual, todo, todo pasa y nada queda.
Entonces, ¿qué sentido tiene sufrir hoy por algo que mañana ya no será? También aquí, como escribe el padre Larrañaga, “las ilusiones del ‘yo’ y los sentidos exteriores nos ofrecen como real lo que en realidad es ficticio”. Y sufrimos.
Para conjurar el mal, se impone el relativizar las cosas desde una creciente presencia de sí, autocontrol y serenidad. Combatir al mal, sí. Pero con paz. Todo es relativo y todo es pasajero.
Cierro el tema con esta afirmación de Viktor Frankl: “No tengo reparos en afirmar que cada vez que uno está endiosando un problema o situación, la persona se pone desesperada. El único valor absoluto y eterno es Dios, todo lo demás es relativo y temporal”.