La formulación completa de San Benito es: “Temer a Dios con amor”. Obviamente que, al fin, prevalece el amor que aparece como la cumbre, el punto culminante en la experiencia mística de la unión entre Dios y el ser humano. En la mutua entrega de ambos, Dios y el ser humano, este es progresivamente transformado y lleno de más dicha espiritual, fruto del amor que experimenta y que lo hace más semejante a Dios, lo diviniza.
Y aquí, de nuevo, lo de San Benito: “Temer a Dios con amor”. Antes y en la misma famosa Regla, al referirse a la humildad, dice del amor de Dios, que “es perfecto y expulsa el temor”, y señala que hay doce grados de humildad y quien los va superando advierte que deja atrás el temor y llega al amor puro. Un comentarista observa que “los dos polos son indispensables para que el amor se haga cada vez más profundo”.
Por un lado, el amor supera todo temor. Por otro, el temor da profundidad al amor, le imprime impulso y fuerza, creando entre los dos una saludable tensión. Y entonces, el “temer a Dios con amor”, de San Benito, y el “no cabe temor en el amor” de San Juan, no se contradicen entre sí, sino que se entienden como la incapacidad humana para resolver la natural tensión entre uno y otro. Y el comprender de este modo el temor del Señor es verdaderamente el principio de la sabiduría.
Según algunos psicólogos cristianos, el conocido como “don de temor de Dios” nos conduce a una fe que nos hace percibir a Dios de un modo distinto al habitual y que nos mueve a abrirnos más fuertemente a su amor infinito. Los mismos entendidos afirman que, en ese sentido, esta clase de temor de Dios nos libera del temor humano y, con él, también de la angustia. Ya lo había declarado así Jesús Ben Sira: “Quien teme al Señor, de nada tiene miedo, de nada se acobarda, porque él es su esperanza” (Eclesiástico 34,16).
En efecto, la angustia forma parte del ser humano, entendida, si se quiere, como temor. La explicación que se da es que, en caso contrario, faltaría un elemento importante para prevenir y para, llegado el caso, reaccionar exitosamente ante los inevitables peligros que se presentan en toda existencia humana. Recuerdan que esa angustia acrecienta en el ser humano la vitalidad y la fuerza necesarias para conjurar los males. En conclusión, pues, el temor y el amor, bien entendidos, pueden convivir entre sí, y así sucede de hecho. Y el entenderlo y vivirlo depende de cada quien, a la luz de lo que queda escrito aquí.