Impávidos vemos noticias que deberían estrujar nuestro corazón, despertar nuestra mente y movilizarnos a la acción.
Impávidos vemos en TV, oímos en radio, leemos en la prensa o nos enteramos por Internet que ayer fueron asesinadas tres personas, que ocurrió un femicidio, que un número de niños abandonó las aulas, que para un examen que puede determinar si se sufre de cáncer -aún curable, pero que pronto dejará de serlo- una señora debe esperar un año.
Impávidos seguimos con nuestras vidas después de conocer que en las manifestaciones reclamando que se respete el resultado electoral en Venezuela han muerto 23 personas o que una bomba acabó en Ucrania con la vida de una familia mientras cenaba en su casa o que en un túnel en Gaza aparecieron seis israelitas secuestrados fallecidos o que una bomba mató a 20 palestinos.
La frecuencia, el anonimato, la inhumanidad de las noticias nos torna indiferentes cuando nunca deberíamos serlo.
Somos personas dignas, conscientes, capaces en medio de nuestras circunstancias de labrarnos nuestra propia historia. Pero lo hacemos en sociedad. Somos personas que existimos en relación con otras personas. Nuestra dignidad aunada a nuestra dependencia relacional con los demás nos hace libres y hermanos.
Cuando nacemos somos incapaces de sobrevivir solos. Conforme nos desarrollamos vamos adquiriendo los conocimientos de los demás y alcanzamos los niveles de consumo, de salud y la expectativa de vida actuales gracias a la acumulación de experiencias de nuestros antepasados.
No solo necesitamos del intercambio de conocimientos, bienes y servicios con otros, necesitamos además de su afecto, de su saludo, de su reconocimiento.
Claro que a las personas creyentes la relación con un Dios Creador nos obliga al respeto a sus otras criaturas.
Para los cristianos esa relación de respeto se nos convierte por el mandato de Jesús en el mandamiento de amar a las demás personas como Él nos ama, incluyendo incluso a los enemigos.
Me pregunto a menudo si esa es la cultura que heredamos de nuestros padres y abuelos, ¿cómo es posible que seamos a menudo tan indiferentes a las desgracias que ocurren a nuestro alrededor?, ¿cómo es posible que no nos ocupemos de atender la pobreza que sufren nuestros hermanos, los asesinatos que les quita la vida y sumerge a sus familias en el más profundo dolor, las enfermedades que no se les atiende si no recurren a una orden judicial, las enseñanzas que no reciben nuestros niños y jóvenes, el terrorismo de estado que desgarra a nuestros hermanos en Nicaragua, Venezuela, Cuba y otros lugares, las víctimas de los ataques inhumanos de Putin y de Hamás, las guerras que destrozan a Ucrania y Gaza?
Tal vez es que no ponemos nombres y rostros a las víctimas. Por eso sugiero, con respeto, que cada vez que nos enteremos de un injusticia veamos en las víctimas los rostros y pongámosles los nombres de algún familiar o algún amigo.
Así entenderemos mejor el dolor de la injusticia y nos motivaremos para actuar en contra de ella.