La declaración completa es: “Soy una sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1,38), la expresión más bella de toda la Escritura, afirman algunos.
Lo subrayo, y me explico. Ser una sierva o esclava significa, ante todo, no tener derechos ni tomar decisiones. En consecuencia, los derechos están en manos del Señor, y lo que le corresponde es aceptar las decisiones del Señor. En ese sentido, ser siervos equivale a ser una Pobre de Dios, al estilo de los anawin que, por lo mismo, sin voluntad propia, que lo es la del Señor; ser servidora de todos, con lo que se constituye en señora de todos. Servir es reinar.
El Padre Larrañaga se pregunta: “¿Quién fue María?”, y responde: “Fue la mujer que dio un sí a su Señor y luego fue fiel a esa decisión hasta las últimas consecuencias y hasta el fin de sus días. Fue la mujer que extendió un cheque en blanco, la que abrió un crédito infinito e incondicional a su Señor Dios y jamás se volvió atrás ni retiró la palabra. ¡Oh, Mujer Fiel!”.
Al decir “hágase en mí”, María se ofrece como un territorio libre y disponible, confiada absolutamente en manos del Padre, abandonada en ellas, pase lo que pase, aceptando todos los riesgos, sometida a todas las eventualidades y emergencias que se le puedan presentar en la vida. María, en efecto, es toda ella un “hágase”. Es más, mucho más que una proposición a la propuesta divina en lo tocante a la maternidad excepcional.
El Padre Larrañaga discurre así: “María se mueve dentro del espíritu de los pobres de Dios, y en ese contexto, según me parece, la Señora con su hágase no hace referencia directa, aunque sí implícita, a la maternidad. Después de todo, la maternidad divina constituía gloria inmortal y aceptarla era tarea agradable y fácil. En el hágase hay encerrada mucha más profundidad y amplitud: palpita algo así como una consagración universal, un entregarse sin reservas y limitaciones, un aceptar con los brazos en alto cualquier emergencia querida o permitida por el Padre”.
Añade: “Con su hágase, la Señora decía de hecho amén a la noche de Belén sin casa, sin cuna, sin matrona -aunque ella no tuviera conciencia explícita de esos detalles-. Amén a la fuga de un Egipto desconocido y hostil, amén al silencio de Dios durante los treinta años, amén a la hostilidad de los sanedritas, amén cuando las fuerzas políticas, religiosas y militares arrastran a Jesús al torrente de la crucifixión y de la muerte, amén a todo cuanto el Padre disponga o permita y que ella no pueda mudar”.
Concluye: “En una palabra, la Madre con su hágase entra de lleno en la caudalosa y profunda corriente de los pobres de Dios, los que nunca preguntan, cuestionan o protestan, sino que se abandonan en silencio y depositan su confianza en las manos todopoderosas y todo cariñosas de su querido Señor y Padre”.
He deseado incluir en el escrito estas citas del Padre Larrañaga porque, para mí y en apretada síntesis, describen del mejor modo el ser y conducirse de María, y al mismo tiempo nos indican la manera más práctica de imitarla, en lo que consiste, al fin, la verdadera devoción a la Madre de Jesús y nuestra: ponerse como ella ante Dios Padre y no solo decirle “hágase” sino, lo principal, siempre y en todo lugar hacer lo que Él quiera, y aceptar aquello -los males- que no quiere pero que permite para nuestro bien. Como usted ve, se trata de un plan que María cumple al pie de la letra, y que nosotros, sus hijos, podemos hacer también. Por lo demás, en ello consiste la verdadera felicidad: “Dichosa la que ha creído…” (Lucas 1,41).
Seguimos con el tema, Dios mediante, otro día.