Allá por el siglo XIII en la Sorbona, a la pregunta sobre el ser esencial de la persona, los estudiosos concluyen que es un ser que piensa y subsiste por sí mismo. Una definición estática. Por esas mismas fechas, a esa pregunta Escoto responde que la persona es “la última soledad del ser”. Se trata de una definición dinámica, existencial que los actuales pensadores llaman experiencia de la identidad personal. Es, pues, una experiencia de algo por lo que somos diferentes a todos y nos hace ser idénticos a nosotros mismos.
Tomemos el caso de un agonizante. En lo profundo de su ser, de su misterio, es un ser absolutamente solitario. Por muchos familiares y amigos que estén a su derredor, nadie está “con” él. Nadie lo acompaña en el trance de tener que pasar de la vida a la muerte. Incluso en el caso de Jesús: “A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: Eloí, Eloí, ¿lamá sabactani? -que quiere decir- ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Marcos 15,34). Sé que se trata de un salmo que recita, pero ¿no responderá la queja a su ser humano en todo igual a nosotros menos en el pecado? En efecto, “el agonizante, advierte el Padre Larrañaga, experimenta, dramáticamente, el misterio del hombre, que significa ser soledad, el hecho de estar ahí, arrojado a la existencia, y el hecho de tener que salir de la vida contra su voluntad, y no poder hacer nada por evitar eso. Experimenta la invalidez o indiferencia en el sentido de que él está rodeado de todos los seres queridos, y nadie de ellos puede llegar hasta aquella soledad final, ni tampoco pueden llegar hasta allá las lágrimas, los cariños, las palabras y la presencia de sus familiares. Está solo. Es la soledad”.
Pero no hace falta pasar por esa experiencia extrema de la agonía. ¿Quién no ha pasado por otras tantas menores y que se dan, o pueden darse, con alguna frecuencia? Ahora mismo, usted puede cargar con un disgusto grande, con una depresión, con un dolor físico, con un revés económico grave… Y será usted, y solo usted, el que, con o sin la presencia, la palabra y el afecto de familiares y amigos, ha de soportar el peso del mal. Y hay que contar con ello, prevenirlo y darle algún sentido, como explicaremos en otras entregas de la serie.
De nuevo el Padre Larrañaga: “Existe, pues, en la constitución misma del hombre, sepultado entre las fibras más remotas de su personalidad (¿cómo llamar?, ¿un lugar? ¿un “espacio” de soledad?), un algo por el que somos –repito- diferentes unos a otros, un algo por lo que soy idéntico a mí mismo. Al final ¿quién soy? Una realidad diferente y diferenciada”. Y esa identidad personal sobrevive a todos los cambios hasta la muerte, y más allá. Se trata de un misterio, mi propio misterio. Sigo otro día, Dios mediante.