A menudo, cuando pensamos en los santos, los imaginamos como figuras lejanas, casi etéreas e inalcanzables, dotadas de una capacidad que parece fuera de nuestro alcance. Pero la verdad es que los santos fueron personas que, en su tiempo y contexto, decidieron vivir el Evangelio de manera radical.
Así, “todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium n.11).
En efecto, los santos, a través de sus vidas, reflejan la verdadera esencia de la fe cristiana en su simplicidad y profundidad. No se trata de gestos extraordinarios, sino de una vida cotidiana vivida con fidelidad a Dios y servicio al prójimo, en humildad y generosidad. La santidad revela lo mejor de la humanidad y, al mismo tiempo, el rostro vivo y transformador del Evangelio.
El papa Francisco, precisamente, nos habla de los “santos de la puerta de al lado” (Gaudete et Exsultate, n. 6-9), refiriéndose a esas personas comunes y corrientes que viven su fe de manera silenciosa y ejemplar en la vida cotidiana. Son aquellos que, sin hacerse notar, dedican su vida al servicio de los demás, practican la caridad, la compasión y el amor cristiano en sus familias, trabajos y comunidades.
No son necesariamente conocidos ni reconocidos por la Iglesia como santos oficiales, pero su testimonio de vida refleja la luz de Cristo. Hoy estamos llamados a reflejar el Evangelio en nuestras interacciones diarias: ser generosos en el trabajo, tener paciencia con la familia, ser solidarios con los más necesitados. Cada acto cuenta.En una época donde el egoísmo y la indiferencia parecen prevalecer, ser santo implica comprometerse con la verdad y con la justicia, aunque esto signifique ir contra la corriente.
Todos conocemos a personas que, sin buscar reconocimiento, están haciendo una diferencia. El profesor que dedica horas extra para ayudar a sus estudiantes, el médico que cuida con ternura a sus pacientes, la madre que se sacrifica por el bienestar de su familia, el voluntario que trabaja por los más vulnerables… No están buscando la gloria personal, pero su vida, entregada con amor, es una manifestación de la santidad. Y todo desde el silencio de intimidad con el Señor. No necesariamente son grandes gestos o actos heroicos visibles. Muchas veces, es en la entrega discreta y constante donde la santidad florece. Ser santo hoy no es un imposible, sino una llamada a dejar que Dios actúe en nuestras vidas y nos transforme.
Que Dios Todopoderoso nos manifieste la sabiduría y la fortaleza necesarias para alcanzar el ideal de santidad; particularmente en la vivencia de las bienaventuranzas y las obras de misericordia corporales y espirituales (san Mateo 25,35-40).
*Arzobispo Metropolitano de San José