Seguí con entusiasmo el proceso eliminatorio para el mundial de fútbol mayor femenino, que en su fase final llevó a nuestra selección al premundial celebrado en Monterrey, México.
El juego ante Panamá, una selección integrada por legionarias y jugadoras que son referentes en nuestro torneo local, se presagiaba como el mayor reto. A base de una acertada estrategia y una férrea disciplina se anuló la creatividad de las rivales. Contra Trinidad y Tobago, la receta se repite, y de ambos compromisos la selección logró marcadores valiosos, 3-0 y 4-0 respectivamente.
Contra Canadá, actual campeona olímpica, un conjunto que, a diferencia de nuestras muchachas, es profesional, pues solo se dedican al fútbol, caímos 0-2, en un partido desgastante. No menos entrega mostraron frente a Estados Unidos, cuatro veces campeonas mundiales, y otras cuatro de oro olímpico. La diferencia de recursos económicos, institucionales, el roce internacional como grupo, e individual como jugadoras, preveían el favoritismo de las norteamericanas. Aunque la nacional sucumbió 0-3, los números no hacen justicia al sacrificio desplegado, en un juego trepidante.
Aun así, el esfuerzo de nuestra selección se coronó con la clasificación al mundial del 2023 en Australia y Nueva Zelanda. No es detalle menor. Es el máximo acontecimiento planetario del fútbol femenino.
Pero el título del presente artículo no se origina en el hito histórico de esta clasificación. El último encuentro frente a Jamaica, que daba la opción de un repechaje para las olimpiadas, fue una verdadera gesta.
Ambas divisas llegaron en igualdad de puntos, pero Costa Rica con 5 goles diferencia por arriba de Jamaica. Si bien nuestro representativo se integra en su inmensa mayoría por jugadoras del campeonato local, en el cuadro jamaiquino lo contrario: casi todas juegan en ligas profesionales de Estados Unidos, Canadá y Europa. A diferencia de estas últimas, las nuestras empiezan sus jornadas de madrugada y, acabado el entrenamiento, deben correr hacia la oficina, la fábrica, el taller, el colegio o la universidad, en bus o tren muchas veces.
Por otro lado, era notable la diferencia en el biotipo de ambas escuadras. Las jamaiquinas con mayor corpulencia física, altura y con un fútbol de velocidad. Las nuestras más bien arropadas en su calidad técnica, unión de grupo y espíritu combativo.
Recién iniciado el partido, noté que nuestras muchachas evidenciaban cansancio físico. El equipo contrario en mejor condición. Aun así, las nuestras, a puro pundonor, mantenían mayor control del balón y llegaban en más ocasiones al área rival. Para contener la fortaleza física de las jamaiquinas, nuestras jugadoras hacían un esfuerzo múltiple en todas sus líneas, desde la arquera, hasta las atacantes, que igual bajaban a apoyar la defensa, para luego atravesar el campo, una y otra, y otra vez. Avanzado el juego, los mismos narradores extranjeros que transmitían el partido, hicieron una lectura idéntica, destacando el agotamiento de las nuestras y los mayores merecimientos en el tránsito del encuentro.
Al acercarse el fin de los 90 minutos, con una temperatura que rondaba los 35 grados, la ansiedad porque cayese la anotación se convirtió en angustia por la salud de nuestras jugadoras, que estaban literalmente reventadas. Lo mismo opinaron los comentaristas televisivos, señalando que los 30 minutos de extensión se hacían bajo condiciones casi infrahumanas.
Durante los 120 minutos, nunca dejaron de liderar la conducción del juego, aún agotadas como estaban. Una tras otra, nuestras jugadoras caían lesionadas por desgarre muscular o golpes.
Algunas fueron sustituidas cuando ya ni sus sombras respondían. Las más caían, y me parecía como si, literalmente, dejaban ahí sus cuerpos inertes sobre el césped, y lo que veíamos levantarse y correr tras la pelota, eran sus almas o sus fantasmas, como si se tratase de realismo mágico de la novela Pedro Páramo, del escritor mexicano Juan Rulfo.
El fútbol a veces nos sorprende con ironía. No siempre el mayor mérito se premia con el triunfo. El gol puede surgir antojadizo, de algo tan pequeño como una ráfaga de viento, un remate que se desvía un centímetro, o una fracción de segundo que se llega tarde. Y en esta ocasión, el azar se conjuró en nuestra contra, con un gol agónico en las postrimerías del partido.
Ello no desmerita los 120 minutos de entrega, vértigo y sacrificio. Nunca negaron “meter pata” como se dice en la jerga futbolística. Nunca dudaron de ponerse ellas mismas en riesgo físico. Nos dieron una nueva lectura de aquella frase de nuestro himno nacional: “…verás a tu pueblo, valiente y viril / la tosca herramienta en armas trocar”. Alegóricamente, a cada segundo, ellas trocaron sus piernas y brazos, en rifles y bayonetas, sin claudicar en el fragor de la batalla.
Quienes fueron testigos de este juego coincidirán en que el esfuerzo lo llevaron más allá del deber, más allá de lo humano, como también opinaron los narradores extranjeros. Es cuando comprendemos que el esfuerzo, por sí solo, es un triunfo. Lo demás son números, parafernalia. Nos enseñaron que la virilidad no es cosa de hombres, sino de “patriotas”, una palabra lo suficientemente grande para dar cabida a todos y a todas.