¿Cuántas veces han sido ofendidas las cajeras de un supermercado porque el cliente no recuerda su pin o espera se obvie un requisito? Le aseguro son más de lo que usted o yo pudiéramos pensar, clientes que en su enojo por una situación adversa dejan tirada su compra en la caja registradora.
¿Cuántos maestros son irrespetados por sus alumnos para luego recibir la visita airada de los padres que avalan la conducta de sus hijos? Niños y jóvenes que le gritan al maestro que son sus padres los que le pagan el salario y que por tanto son sus empleados.
Trabajadores que, sin importar su posición en empresas públicas o privadas, son tratados con grosería por clientes o superiores y que definitivamente no merecen ningún tipo de humillación.
Gente que saca lo peor de sí frente a la mesera que derramó un vaso de agua o familiares que humillan públicamente al abuelo son cada vez más frecuentes. Pero seamos justos, también se dan casos a la inversa en los que son otros los ofendidos como los clientes o los estudiantes. Yo simplemente me pregunto: ¿qué nos ha pasado?
¿Es este comportamiento producto de la falta de formación en valores por parte de la familia? ¿Ha fallado la educación? ¿Es una forma de expresar ansiedad o frustración? ¿O es el resultado de un enorme enojo interior que brota sin control y se exterioriza gritando insultos, profiriendo ofensas, lanzando golpes? Lo cierto es que en la mayoría de los casos no hay consecuencias para este tipo de comportamiento, como cuando se miente y se insulta a través de las redes sociales y los ofensores se escudan en el anonimato.
Si vemos las noticias, la violencia está escalando a niveles nunca vistos, las agresiones contra las personas de la tercera edad han aumentado, los femicidios y los infanticidios son cada vez más crueles y un asesinato fácilmente comienza con un altercado verbal, con un desacuerdo o un pleito de vecinos. No quisiera tener que aceptar que la falta de respeto y la violencia, verbal o física, se han instalado en nuestra sociedad como una nueva forma de relacionarnos y conducirnos en el país.
Desde siempre, Costa Rica ha sido un país extraordinario donde, sin importar la condición socioeconómica, su gente ha dado muestras de ser un pueblo en el que la dignidad de las personas es respetada, la cortesía, el respeto y el buen trato eran la tónica, lo mismo en los hogares, que las escuelas, las fábricas, las reuniones o las calles. Esa es la Costa Rica donde a los niños se les corregían sus faltas, se castigaban sus “malacrianzas”, se inculcaba el respeto a temprana edad y, más importante aún, el adulto predicaba con el ejemplo. El irrespeto era impensable y cuando ocurría… había consecuencias.
Pero más allá de la conducta de las nuevas generaciones, el comportamiento de la población, en general, es cada vez es más agresivo, grosero, violento y hasta delictivo, Dios guarde tocar la bocina del auto porque el otro conductor lo puede a uno amenazar con un arma o un bate, Dios guarde estar en el lugar y el momento equivocado, aunque el lugar sea una pulpería, un parque o tu propio hogar.
En cuestión de dos generaciones parece que hemos perdido el rumbo, hoy se disculpa y hasta se aplaude la grosería, la violencia inspira a niños y jóvenes que sueñan con ser sicarios, la inseguridad crece en las calles y se cultiva el enojo. Y curiosamente nos sorprendemos ante el comportamiento de un sector de la población.
La pacífica Costa Rica parece que se nos está yendo de las manos, con mayor frecuencia esas conductas que antes nos parecían ajenas hoy son adoptadas y como un virus se propagan en las redes sociales, en las calles, en las escuelas, en los hogares, para deleite y beneficio de algunos y dolor de otros que vemos con verdadero temor como la violencia, en todas sus formas, se normaliza en nuestro país y nos arrebata la paz.