Lo primero de todo, en las relaciones con los demás, es el respetarse. “La primera exigencia del amor”, escribe san Francisco de Sales, “es el respeto”.
Todo ser humano merece respeto por el simple hecho de serlo: se trata de una persona, es decir, un yo diferenciado, inefable e incomunicable. ¿En qué consiste el respeto? “El respeto”, explica el P. Larrañaga, “implica dos actitudes, una interior y otra exterior. Presupone, en primer lugar, venerar el misterio del hermano como quien venera algo sagrado. En segundo lugar, implica no meterse con el otro. En su forma negativa se expresa así: no pensar mal, no hablar mal. Y en su forma positiva significa: reverencia interior y trato de cortesía”. Una falta de respeto muy común es el hablar mal del otro, el “meterse” con el otro. Lo que hacen, llevados de una violencia compensadora, los fracasados, los incapaces de soportar que los demás triunfen. Estos sujetos crean un clima ponzoñoso porque sus críticas y murmuraciones engendran desconfianza, inseguridad, resentimiento, peligrosas evasiones, etc. ¿Cómo superar poco a poco tan lamentables males, origen de otros más? Sin desestimar las motivaciones de índole humana, particularmente en la niñez y juventud, se impone una profundización en la fe, mediante la cual y animados por la presencia en nosotros de Jesucristo y sus actitudes, “veamos” en los demás a seres dignos del mayor respeto. Esa presencia de Cristo en nosotros, avivada incesantemente por la fe, contribuirá de modo muy eficaz a sanar en la raíz el mal de criticar y murmurar del prójimo. Más aún, nos facilitará muchísimo el ver en el otro, no sólo a una persona, sino al mismo Jesús que dijo que lo que hacemos a los demás se lo hacemos a él. (cf. Mateo 25,40).
Alguien ha escrito que “el modo ideal de respetar es el silencio”. Silencio interior y silencio exterior. Este no es posible sin aquél.
Primero, pues, no pensar mal, no sentir mal; respetar al otro “callando” en la intimidad del corazón y de la mente. Después también y consecuentemente, el silencio exterior. Aunque no se justifiquen objetivamente hablando, los defectos evidentes de los demás, cabe ¡y es lo debido! que nos abstengamos por completo de hacer un comentario desfavorable. Aquello de que, si no tienes nada bueno que decir del otro, mejor callar. “Callar es amar”, sentencia el P. Larrañaga.
Supuesto ese silencio interior y exterior, supuesto el callar que es amar, eventualmente habrá que intervenir para ayudar al caído a que se levante y siga su camino. Y hacerlo con la mayor naturalidad del mundo, con sumo respeto, sin juzgar ni condenar.
Silencio para cubrir con el manto de la caridad el pecado del hermano, y silencio también para guardar el secreto de una confidencia. Quien así es capaz de proceder denota madurez humana y es persona en la que se puede confiar. ¡Y es tan necesario contar con alguien en quien confiar!
Mucha gente hay que sufre por no tener con quien platicar sobre sus problemas, por temor a que después cuenten lo que se les ha confiado. Gran cosa, pues, el ser capaces de guardar cuidadosamente el silencio cuando alguien se nos franquea y abre su corazón para hacernos partícipes de un asunto personal e íntimo. ¡Qué obra tan estupenda de misericordia, y qué necesaria al mismo tiempo! Amar es respetar. El que guarda silencio, ama. Cierro el capítulo con esta exhortación del P. Larrañaga: “Cultive el silencio con la misma devoción con que un creyente cultiva la amistad con Dios”.