En días recientes encontré información relevante que vincula la salud y la longevidad con la existencia de importantes relaciones humanas.
El primer dato fue una referencia al estudio “Las conexiones sociales, longitud de los telómeros leucocitarios y la mortalidad en adultos mayores en Costa Rica”, publicado en la revista Journal of Aging and Health este 10 de enero.
Dicho análisis, sustentado en el seguimiento que se da a 2.827 adultos mayores del país de 60 años y más desde 2004, construye el índice SIN: “índice de interacciones sociales”.
El SIN está basado en emparejamiento (matrimonio o unión libre), tamaño de la familia, interacción con niños con los que no se cohabita y asistencia a la iglesia.
El estudio lo relaciona con la mortalidad y finaliza: “Los niveles más altos de SIN se asociaron con telómeros más largos y una reducción de la mortalidad por todas las causas durante el seguimiento. Estar casado y asistir regularmente a la iglesia se asociaron con reducciones de la mortalidad por todas las causas del 23% y 24%, respectivamente”.
Otra información que me llamó la atención fue la publicación del 19 de febrero en The Economist, “¿Tienen las personas solitarias vidas más cortas?”.
Este artículo hace referencia a un estudio en Nature Medicine de esa misma fecha fundamentado en Biobank, una base de datos del Reino Unido que contiene datos genéticos, médicos, de ingresos, estilo de vida y educación de medio millón de personas.
La conclusión es que para precisar la rapidez del envejecimiento, y en consecuencia la longevidad, la genética tiene poca influencia (3%).
Los factores más importantes son sexo y edad, mientras que estilo de vida influye en un 17%.
Dicho análisis en Nature Medicine determina: “Las conexiones sociales resultaron ser un predictor sorprendentemente poderoso de una vida larga. Vivir con una pareja es tan beneficioso como hacer ejercicio. Las visitas regulares con la familia o tener a alguien en quien confiar también reducen los riesgos de mortalidad. Se sabe que la soledad es un factor de riesgo para una muerte prematura”.
Estas informaciones me recordaron un importante estudio al que en el pasado he hecho referencia, conducido por la Universidad Harvard desde 1938, el cual tiene muy relevantes conclusiones sobre los efectos de vivir con buenas y cercanas relaciones humanas, conclusiones que
incluso van más allá de salud y longevidad.
El “Estudio de Harvad sobre el Desarrollo de Adultos” es el más prolongado de su tipo, pues se ha extendido por 87 años. Inició con 268 estudiantes de esa universidad, hombres (entonces todos los alumnos eran varones), blancos, de unos 19 años, así como con 456 habitantes de barrios marginales de Boston, de entre 11 y 16 años, también hombres blancos.
Se fueron agregando sus esposas, y abarca la segunda y tercera generación de esos iniciales participantes. En total se ha dado seguimiento a más de 2.000 personas.
En palabras del actual director del proyecto, Robert Waldinger, la conclusión de este análisis, que sorprendió a sus investigadores, es: “Las personas que eran más felices, que se mantenían más saludables a medida que envejecían y que vivían más tiempo eran aquellas que tenían las conexiones más cálidas con los demás.
De hecho, las buenas relaciones fueron el predictor más fuerte de quién sería feliz y saludable al envejecer”.
Por cierto, en una de las presentaciones de la celebración internacional de las bodas de plata de la Ley de Protección al Trabajador la profesora Alice Evans, de Kings College de Londres, externó que los jóvenes hoy viven más solitarios, socialmente menos comprometidos y menos apoyados por relaciones humanas, metidos en el mundo digital y que esa parece ser una de las razones de la estrepitosa caída de la fertilidad, con sus dramáticas consecuencias para la seguridad social, la medicina, los ingresos fiscales y la innovación (los muchachos son más innovadores).
¿Será que vivir así, además de causar el violento cambio en nuestra estructura demográfica, está acortando su esperanza de vida saludable y disminuyendo su felicidad?