Las mañanas eran tan diáfanas, aún entre la polvareda de aquella calle de lastre, en un lejano y bucólico San Pablo de Heredia; donde hasta las plantas que se esmeraba en cuidar mi madre terminaban sucias y agobiadas de polvo y sol, en aquellos diciembres, cuando los veranos eran chapuzones en el río, algarabía de guayabas, nances, anonas y duraznos, cuando los cafetales se deshacían en azahares de blancas flores, aquellos cafetales de mi infancia, que el “progreso” fue sepultando y convirtiendo en concreto, cemento, encierro y desolación…
Recuerdo el desagüe de la calle, que transcurría manso bajo la sombra fresca de las altas cercas de los árboles de poró, maderos negros y manzana rosa, aquel desagüe en el que todavía nadaban olominas panzonas y gupis de colores espectrales; aquello era un “micro-Edén” de libélulas, mariposas, lagartijas y la infancia desbocada en los potreros con su risa desatada, descubriendo de puntillas y por primera vez hasta dónde llegaba la inmensidad del viento, y presintiendo en sus correrías los cuatro puntos cardinales, que le imprimen pasión de volar a la aventura… Bueno, así crecí; en una humilde casita de bahareque, en la que cada mañana el sol rechinaba sus bisagras de luz, sobre la sedienta cal de las paredes de barro. En ese tiempo prácticamente todo el Valle Central estaba engarzado por pequeños cafetales y grandes fincas de café, algunos potreros y surcado por ríos -aún transparentes y risueños-, que bajaban cantarinos desde el Macizo del Barva o de San Isidro de Heredia. Y yo, que era apenas un carajillo deslumbrado en asombros, con una emoción atravesada en el alma, solo ansiaba llegar con mis padres, a “buena mañana”, a aquel cafetal para coger café, aquel cafetal, que más que cafetal era un verdadero jardín de naranjas, limones ácidos y dulces, mandarinas, tiquizques, aguacates, guineos, anonas y cuanto fruto delicioso y comestible le pudiera a usted pasar por la mente. Mientras tanto, en la casa, ya a las cuatro de la mañana, mi madre iluminaba el día atizando con su cálida sencillez la cocina de leña, que con un invisible pincel dibujaba contra el azul matutino del cielo, un travieso chorrito de humo por encima del techo de tejas; alistando las humeantes tortillas para el desayuno, y el almuerzo que comeríamos frío, bajo la fresca sombra de un frondoso árbol, y que para mí era el más exquisito manjar que un chiquillo de mi edad podría disfrutar en lo que para mí era una mágica y sencilla aventura, y un inocente y primitivo “contacto con natura”. Cómo añoro ese tiempo ido; cuando con la poca platilla que uno de “carajillo” se ganaba con “las cogidas”, no solo le permitía estrenar alguna “ropilla” nueva para diciembre, sino también, y más importante aún, te revestía con valores de responsabilidad, orgullo y satisfacción personal, al poder colaborar con los gastos de la familia; qué importante sería que, como proyecto final, o trabajo comunal en las escuelas primarias de nuestro país, sobre todo en zonas rurales donde aún existen cafetales, los maestros y maestras, con acompañamiento de padres de familia, llevaran a sus alumnos al menos un día a coger café, porque cogiendo café nacen diversos tipos de amores, no solo le podría salir algún “noviecillo” o alguna “noviecilla”, sino también, -y más importante aún-, el amor a natura, el amor que lleva intrínseco la humildad y la sencilles, en fin; ¡EL AMOR A SÍ MISMO!, única manera de convertirnos en buenas personas y seres humanos de bien, y conocer por sí mismo y de primera mano esos añorados, ensoñadores y hermosos… ¡AMORES DE CAFETAL!
*Poeta y músico