Opinión
A punto de cumplir el primer cuarto del primer siglo del naciente milenio, el mundo encara, paradójicamente, una reiteración en su devenir histórico de un fenómeno previamente acaecido.
A saber: tal y como se experimentó durante la primera mitad del siglo XX, nuevamente extremos de signo ideológico opuesto encuentran coincidencias simbólicas frente a un objetivo común.
En la presente coyuntura histórico-social esa convergencia se traduce en una acción deliberada decodificar formas y prácticas catalogadas de “convencionales” a las que aquellos buscan deslegitimar ligándolas con el statu quo imperante, el que, a su vez, es asociado negativamente con lo vetusto y lo superado y encuadrado en un contexto donde la elasticidad, flexibilidad y desprecio al uso de las formas convencionales son valoradas de manera positiva.
Simbólicamente pretende posicionar en el imaginario social la confrontación de lo novedoso y lo fresco versus lo viejo y añejo.
Encuentra terreno fértil en una generación completa nacida en el siglo XXI, más un contingente de aquellos nacidos en el ocaso de la centuria pasada, pero formados integralmente en esta -no todos desde luego- que han crecido a la luz de los cambios tecnológicos que a su vez han promovido cambios culturales donde la inmediatez, la irreverencia y el desparpajo son validados como expresiones de legítima rebeldía y disrupción.
Se manifiesta en todos los órdenes del quehacer humano. Así, en la sensible dimensión política, se traduce en una exitosa asimilación en amplios sectores de ese segmento generacional, de los códigos, símbolos, métodos y estilos de praxis política reproducidos por líderes políticos contemporáneos caracterizados por su tendencia a la disrupción y la abierta descalificación de lo considerado “políticamente correcto”.
Los Bukele, Trump, Milei, Meloni son expresión en lo político de lo que, en la subcultura popular más potente de las existentes actualmente, representan los Bad Bunny, Anuel, Karol G y otros.
Lo “cool” demanda otros signos y formas que sean además acordes con los criterios orientadores de los canales de comunicación de la era digital: inmediatez, dinamismo, fluidez, desintermediación aparente, visibilización de los anónimos (“los otros”) y que también sean adaptables a los cambios continuos e incluso, in extremis, puedan ser descartables y sustituibles sin mayor dificultad o aprehensión ética: en su conjunto de elementos configuradores de la cultura dominante en la era de la hegemonía de lo líquido.
Costa Rica no escapa a estas dinámicas de cambio, lo que conlleva el desafío urgente de efectuar un análisis riguroso del ser costarricense de hoy, a través del cual se caractericen sus principales rasgos.
Sin pretender con este ejercicio explicar fenómenos complejos, sí daría luces en torno a los cambios observados en el comportamiento social en las distintas dimensiones, como la política, económica y cultural.