Entre las supersticiones más extendidas se encuentra la mala suerte por derramar sal, caminar debajo de una escalera y el mal augurio por quebrar un espejo.
Esto se debe a que, en el siglo VI a.C., los griegos habían iniciado una práctica de adivinación basada en los espejos llamada catoptromancia, en la que se empleaban unos cuencos de cristal o de cerámica llenos de agua en el que se suponía se revelaba el futuro de cualquier persona, a través del reflejo en la superficie del mismo.
Dichos pronósticos eran leídos por un vidente, quien consideraba que, si el espejo se rompía, era porque la persona que sostenía el cuenco no tenía futuro, es decir no tardaría en morir.
En el siglo I, los romanos adoptaron la superstición y le añadieron un nuevo matiz, que es el significado actual, en el que sostenían que la salud de una persona cambiaba en ciclos de siete años. Puesto que los espejos reflejaban la salud, un espejo roto anunciaba siete años de mala salud y de infortunios.
La superstición adquirió una aplicación práctica y económica en la Italia del siglo XV. Los primeros espejos de cristal con el dorso revestido de plata, se fabricaban en Venecia y al ser muy caros, los amos advertían a sus sirvientes que romper uno de esos equivalía a siete años de un destino peor que la muerte.
Este uso efectivo de la superstición sirvió para intensificar la creencia en la mala suerte acarreada por la rotura de un espejo, a lo largo de generaciones de europeos. Cuando, a mediados del siglo XVII, empezaron a fabricarse en Inglaterra y en Francia espejos baratos, la superstición del espejo roto estaba ya extendida y firmemente arraigada en la tradición.