Trabajé en una pizzería por unos meses cuando estudié en Kansas hace mucho tiempo. Trabajé luego en el Departamento de Español de la Universidad de Kansas, así que lo del trabajo en la pizzería fue solo un momento anecdótico en mi larga vida llena de trabajos interesantes. Ese trabajo también lo fue, desde luego. Lo recordé porque estos días en que unos cuantos hablan del extranjero como apestado, y del daño que le causan al país estas personas, recordé que fui extranjero en un trabajo humilde por el tiempo suficiente como para cobrar conciencia de lo que es ser extranjero en un trabajo humilde.
El dueño era un chico pelirrojo que pasaba el tiempo sentado en el pasillo del frente mirando hacia el parqueo sin prestar mayor atención a su restaurante. Había muchos estudiantes en el pequeño local que se encargaban de repartir pizzas a domicilio, y la cocina estaba a cargo de lo más italiano que el pelirrojo encontró para hacerse cargo de todo lo que tenía que ver con la masa, la salsa, el queso, el pepperoni y el horno: un iraquí de nombre Abdel y este herediano. Ese era el gran secreto de la Pizza Steffano. Y les digo que el dios de los estudiantes extranjeros hacía que esas pizzas fueran deliciosas.
Cerca de las diez de la noche el dueño preguntaba quién quería quedarse unas horas para atender las solicitudes tardías y Abdel y yo siempre estuvimos de acuerdo en seguir trabajando y ganar unos dólares más. Y el restaurante era nuestro por largas horas.
Abdel era mejor en atender los pedidos y yo me hacía cargo de ir a entregar la pizza recién hecha. Compré un mapa de la ciudad y lo extendía dentro de mi carro para saber donde tenía que llegar con la comida. En unas semanas era experto en la pequeña ciudad de Lawrence y todos sus apartamentos y casas.
Al responder al teléfono algunos puristas se quejaban de nuestros acentos, a lo que con toda paciencia no hacíamos ningún comentario. Llenábamos la orden y hacíamos la pizza. Abdel no entregaba a domicilio, ese era mi trabajo y muy pocas veces tuve algún incidente al hacerlo. Una vez toqué la puerta de un apartamento y la chica que la abrió gritó a su compañera en la sala: ah, no mandaron al guapo. Lo dijo en perfecto español. Yo reí y le dije que lamentaba que Steve se hubiera ido temprano, a lo que ambas chicas respondieron con carcajadas de vergüenza, Perdónenos, reían, tampoco es que sea usted tan feo.
La ocasión que hizo que escribiera esta columna no fue para nada graciosa. Había una fiesta en el jardín de una casa y ahí llegué con las pizzas. Había unas diez personas y no fueron amables. Algo decían de los latinos en su país, mientras yo sacaba la comida de los paquetes que llevaban el nombre de Steffano. Me hice el que no entendí, solo quería irme pronto. Pero el grupo estaba dispuesto a darme una lección por haber ido a estudiar a su país. Juntaron algunas monedas y me las lanzaron. Acá está tu propina, dijo uno de ellos y rieron. Miré las monedas en el suelo, miré la gente de la fiesta, di la vuelta y me fui a mi carro. Temblaba de indignación. Había tanto odio en aquel grupo y tanto miedo en este herediano en Kansas.