A lo largo de la historia de la filosofía occidental se ha proporcionado una relevancia desproporcionada al pensamiento respecto a las emociones y existe un planteamiento que supone, en la mayoría de ocasiones, un predominio del uso de la razón para la toma de decisiones en el ámbito del hacer en nuestra vida, desligado de nuestras emociones. Se ha afirmado que nuestras emociones nos molestan, nos confunden e interfieren en nuestro propio discernimiento. Sin embargo, existe más que una íntima y necesaria relación entre pensar y sentir, que nos permite vislumbrar que forman parte de una unidad indisoluble a la hora de hablar de la vida, en términos de autenticidad, plenitud y de acuerdo con la verdad. El conocimiento no puede surgir de otra fuente que la de nuestro sentir más profundo. Y más bien, que el verdadero conocimiento surge de sentir la vida, ya que Pensar deriva del latín “pendeo”, que se traduce en “pesar, calcular, colgar” y, por otra parte, sentir proviene del verbo “sentiré”, que significa “percibir, discernir por los sentidos, escuchar”, que implica tanto la percepción sensible como el pensar.
Sin embargo, estos términos necesitan ser completados, si queremos hablar de la relación existente entre el sentir y el pensar, debido a que la filosofía señala el sentir vinculado al sentir profundo, que es un sentir que afecta completamente todo nuestro ser, frente a un sentir mediado por el pensamiento. Es decir, sentimos profundamente cuando nos abrimos a la vida tal como se nos presenta y, con ello, nos sumergimos en la totalidad del mundo. Esta idea está en concordancia con una concepción del hombre en la que se subraya la dimensión ontológica de la identidad última del ser humano. La relación entre el pensar y el sentir es sentir profundamente en conexión con lo que soy realmente.
*Abogado, politólogo, historiador, exdiplomático