En Costa Rica no solo el Estado anda fallido, sino también los partidos. Hasta podría decirse que –en buena medida- es por estos que el primero no puede responder adecuadamente a las demandas y necesidades de la sociedad civil, abriendo más las puertas a una verdadera crisis de la gobernabilidad democrática.
Se supone que es función esencial de los partidos asumir la representación de los legítimos intereses de la sociedad civil, de sus diferentes actores y sectores sociales, así como responder a sus expectativas de mayor bienestar y desarrollo, buscando maneras de satisfacer sus exigencias y de manejar los conflictos que aparezcan de camino.
Pero, cuando las organizaciones partidarias se transforman en escaleras o maquinarias electorales sin ideologías ni programas, sin estructuras ni cuadros de dirección y estudio permanentes, entonces no pueden cumplir las funciones arriba mencionadas, excepto quizás para los “cazadores de votos” y “pegabanderas”, que les ayudan con el montaje y la farándula electorera. Una lamentable actividad que, por cierto, ha convertido la política en lo que Mario Vargas Llosa ha llamado “la política como espectáculo”, una actividad de puras formas y efectos especiales, carente de contenidos y sentido trascendente, a cargo de partidos “atrapalotodo”, o “taxis”, donde cualquiera se apunta, entra y sale cuando y como le plazca.
Lo que esta clase de política bajuna requiere son hábiles encuestadores y manipuladores de opinión, especialistas en mercadotecnia y publicidad comercial, que traten a los votantes como una manada de simples consumidores de mensajes y otros estímulos mediáticos, la suma de los cuales constituye “el mercado político de los votos”; el que se supone opera de modo muy similar al mercado económico de bienes y métodos empresariales.
No debe de extrañarnos que una política de esa ralea sea fácil presa de valores, visiones e intereses financieros y mercantiles, que hacen de ella un buen negocio para los mecenas y grupos económicos que “invierten” en los partidos desideologizados, esperando derivar de ello jugosos dividendos una vez que el partido llega al poder, o se las ingenia para compartirlo con el ganador de la fiesta electoral.
Todo lo anterior parece normal en los tiempos que corren, dominados por el pensamiento único del neoliberalismo económico y financiero, el cual proclama la supremacía del mercado como instrumento para determinar los balances de “ganadores-perdedores” y el rumbo de la sociedad civil, en vez de que el Estado se haga cargo de esta tarea. Más bien, éste debe de ser sacado de en medio, para que no se inmiscuya en el devenir de las leyes de la oferta y la demanda del mercado, ni interfiera en la eficiente asignación de los valores y recursos para el consumo individual.
En esa ideología libre-cambista – típica de los tiempos decimonónicos del laissez faire-laissez passer (dejar hacer, dejar pasar) y del Estado Gendarme-, hallamos hoy día una razón más para que quienes gobiernan se desentiendan de controlar, planificar e imprimirle dirección a la sociedad civil, dejando tales funciones en manos de los llamados “mercados”.
Lo anterior facilita que los electos en las urnas, una vez ungidos como autoridades públicas, se dediquen a hacer negocios en las esferas del gobierno y la administración estatal para ellos mismos y sus camaradas; lo cual a su vez explica el vuelo que ha tomado allí la corrupción organizada y planificada de gran escala, tan compatible con la fórmula del “Gobierno de Amigos”, o sea, un vil aparato dominado por una caterva de cuates, padrinos y parientes.
Es cuando un Estado ensimismado, manipulado por una cúpula presidencialista que gobierna solo de acuerdo a sus estrechos intereses de corto plazo y de espaldas a la ciudadanía, se convierte en un aparato burocrático y altamente centralizado cada vez más irrelevante en lo que se refiere a la atención de los intereses públicos y de las grandes mayorías nacionales. También, incapaz de salvaguardar el interés nacional en materia de relaciones exteriores.
Y si, para peores, a esa cúpula de Zapote se suman con la misma tónica los integrantes de los otros poderes públicos centrales (judicial, legislativo, electoral, contralor y regulador) y de las instituciones descentralizadas más poderosas (como el ICE, Recope y los bancos), entonces el panorama es desolador, si lo que se espera es algo más que un “Gobierno de Amigos”. Entiéndase, un gobierno que sea democrático y transparente, y no oligárquico y corrupto.
*Sociólogo