Desde que se empezó a hablar de las pruebas nacionales Fortalecimiento de Aprendizajes para la Renovación de Oportunidades (FARO) se levantaron muchas suspicacias porque nadie entendía cuál era la urgencia por implementarlas sí o sí.
Poco importó que viniéramos de una huelga de varios meses, de dos años de pandemia y de muchos rezagos educativos que claramente no permitirían ver si las mallas curriculares eran bien aplicadas.
La situación se puso aún peor porque, además de los cuestionarios básicos, el gobierno anterior a través del Ministerio de Educación Pública (MEP) aprovechó para aplicar una nueva versión de la polémica Unidad Presidencial de Análisis de Datos (UPAD) y obtener información a través de los menores que debían hacer esos exámenes.
Lo peor de todo fue poner a los estudiantes a responder esos cuestionarios por varias horas, sin ningún descanso, ni mucho menos un espacio para comer o tomar algo, en estado de angustia y estrés. Por eso podemos decir que fue una especie de tortura para conseguir la mayor cantidad de datos posible.
Bastaba con leer en las redes sociales lo molestos que estaban los padres de familia para saber que lo que hizo el MEP a todas luces estuvo mal. Muchos incluso alegaron que los menores fueron engañados para contestar una serie de preguntas que pedían información de cada familia y que en nada aportaban a las FARO.
Otro de los cuestionamientos que se les hizo a estos exámenes fue cuando diputados señalaron algunos ítems sobre el proyecto del tren eléctrico como persuasión a ideologías políticas pro gobierno.
Después de lo sucedido se entiende mejor el porqué de la insistencia de aplicar las pruebas, a pesar de que, como hemos dicho en varias ocasiones, hay muchos alumnos que han pasado estos últimos años, como dirían algunos, salcochados, si sumamos la falta de lecciones por las huelgas, la pandemia y la brecha digital, carencias que después de muchos meses de luchas aún no se subsanan.
Después de mucho ir y venir por fin este gobierno decidió eliminarlas, lo que nos lleva a cuestionar ahora cómo van a medir el aprendizaje de los estudiantes si ya no existe el bachillerato ni las FARO.
Frente a este escenario surge una incógnita, más tomando en cuenta lo que ha pasado en años recientes con la educación costarricense. Si quitan las FARO y tampoco existe el bachillerato, ¿cómo harán para comprobar que quienes se gradúen del colegio realmente hayan aprendido lo elemental, de manera que si salen a la vida universitaria y laboral puedan dar la talla?
Algunos siempre se han quejado de que el bachillerato era un coladero, pero según las autoridades educativas, esto se aplicaba precisamente para que solo pasaran quienes tenían los conocimientos. Asimismo, los estudiantes que venían detrás se preocupaban por dar la talla.
Sin ninguna prueba de por medio va a pasar lo que ocurrió en los primeros dos años de pandemia, cuando todos los alumnos pasaron sin tenerse la certeza de haber adquirido conocimientos.
Aunado a esto y después de múltiples denuncias de padres de familia, por fin los tribunales tomaron una decisión sobre lo que se haría con estas pruebas, dando la opción de que quienes gusten pasen a recogerlas y si no van por ellas, entonces se destruirán.
Ojalá cada padre de familia las retire, primero para ver qué contestaron sus hijos y segundo para que no queden en manos de quién sabe quién. Esperamos que aquellas que queden en poder de los centros educativos de verdad sean destruidas para que esa información no se use con intereses particulares.
Se deben sentar las bases para hacer cambios reales y que no para salir del paso, para destapar un hueco y tapar otro, como ha pasado a lo largo de la historia costarricense.
En materia de educación es urgente entrar con bisturí porque la calidad de estudiantes que estamos graduando no resulta ideal para el mercado laboral.