La historia política de un país es como un espejo: refleja las decisiones, aciertos y errores acumulados a lo largo de décadas. Hoy, al observar nuestra realidad, se vuelve inevitable reconocer que mucho de lo que vivimos tiene raíces profundas en nuestro pasado político. Un pasado marcado por figuras y partidos que han ocupado el poder durante años, moldeando el destino de nuestra nación, a veces para bien, pero muchas veces en función de intereses propios que distan de los ideales de progreso colectivo. En el centro de esta dinámica histórica está la consolidación de poderes que, lejos de renovarse, se ha perpetuado.
Década tras década, hemos sido testigos de cómo el poder se ha utilizado para fines particulares: desde la construcción de redes políticas que fortalecen privilegios hasta el manejo de recursos públicos que, en lugar de atender las necesidades más urgentes, terminan destinados a proyectos que carecen de impacto real para la mayoría.
Esta perpetuación del poder no solo ha generado un estancamiento, sino que también ha alimentado un profundo sentimiento de hartazgo en la población.
La gente está cansada. Cansada de la Asamblea Legislativa, del Poder Judicial y de muchas otras instituciones públicas. Cansada de promesas vacías, de planes que se anuncian con fanfarrias pero que no llegan a cambiar la vida cotidiana de las personas. Cansada de un sistema político que parece estar desconectado de las verdaderas necesidades del pueblo. Este hartazgo se convierte en impotencia al ver que, a pesar de los discursos, no se realizan los cambios estructurales necesarios para garantizar un futuro mejor para todos.
Un claro ejemplo de esta decadencia es el estado actual del sistema de salud. La salud, ese derecho fundamental que debería ser el pilar de cualquier sociedad que aspire al bienestar, se encuentra en un estado crítico. Falta de insumos, infraestructuras deterioradas, listas de espera interminables y profesionales de la salud que trabajan en condiciones precarias son solo algunos de los síntomas de un sistema que necesita más que un parche: requiere de una reconstrucción desde sus cimientos. Sin salud, no hay calidad de vida, y sin calidad de vida, no hay verdadero progreso.
Pero este editorial no pretende ser solo un lamento. Es también un llamado a la reflexión y, sobre todo, a la acción. El reconocer que estamos aquí como resultado de nuestra historia es el primer paso. El segundo consiste en mirar hacia adelante con determinación. La transformación que necesitamos no vendrá de un solo líder ni de un solo partido. Vendrá de una ciudadanía activa, consciente y comprometida con exigir rendición de cuentas, con participar en los espacios democráticos e impulsar soluciones. Más importante aún, necesitamos unidad, trabajar en equipo, para resolver los problemas más apremiantes, tal y como lo sugirió en su última visita el presidente salvadoreño Nayib Bukele.
La democracia es imperfecta, sí, pero también comprende una herramienta poderosa cuando se usa con sabiduría y propósito. No podemos permitir que el hartazgo se transforme en apatía o que produzca amagos de violencia. Al contrario, debe ser el motor que impulse una demanda constante de transparencia, justicia y equidad. El cambio comienza con la voluntad de no resignarnos a la realidad actual. El futuro no está escrito, y aunque nuestra historia política pesa, también nos enseña que los cambios son posibles cuando hay unidad y propósito.
Es hora de mirar al espejo, pero también de actuar. Porque nuestro presente no tiene que definir nuestro mañana.