En Bakú, la capital de Azerbaiyán, se celebró durante dos semanas la Conferencia sobre Cambio Climático COP19, que tenía dos objetivos fundamentales.
El primero era determinar el monto y características del “financiamiento climático”, el cual en 2025 debe reemplazar los $100.000 millones que se acordaron en Copenhague en 2009 para dar apoyo a los países pobres y en desarrollo para enfrentar el calentamiento global.
En este aspecto las naciones receptoras de la ayuda financiera señalaban, no solo la necesidad de un gran incremento para llegar a los $1.300.000 millones, sino también que una mayor proporción de recursos deberían destinarse a la adaptación al cambio climático, que ha sido muy pobremente fondeado y una mayor proporción debería ser en donaciones y no en créditos, para no afectar las posibilidades de crecimiento y desarrollo de las naciones que menos han contaminado y, sin embargo, sufren los graves daños originados en la gran contaminación acumulada que ha sido causada por los países más desarrollados.
El segundo punto que debería ser atendido por la COP19 es el relativo a la manera en cómo las naciones han de transitar al abandono del uso de los combustibles fósiles, que se había establecido como un simple buen propósito en la pasada COP28 en Dubái, cuando se aprobó.
“Transitar al no uso de los combustibles fósiles en los sistemas de energía de manera justa, ordenada y equitativa, acelerando la acción en esta década crítica, con el objetivo de alcanzar cero emisiones netas para el 2050, de acuerdo con la ciencia.” Pero no se definió cómo, en cuánto tiempo, con cuáles medidas y con cargo a quiénes se ha de ejecutar, de manera que esta era una de las tareas pendientes que se debería resolver en Bakú.
En ninguno de los dos objetivos se pudo avanzar significativamente. Respecto al primer punto el magro resultado fue un compromiso para llegar a $300.000 millones en 2035. Se esperaba un avance importante para financiar la lucha contra el cambio climático y adaptar las naciones al calentamiento global que ya es una realidad y sigue empeorando. No se logró.
Como si ese pobre compromiso no fuera ya en sí mismo uno muy insatisfactorio, tampoco se obtuvo más que señalamiento de buenas intenciones de los países ricos respecto a incrementar la proporción de donaciones, ni en cuanto a un establecimiento de impuestos a la contaminación, ni a recursos para adaptación y atención a las catástrofes naturales que ya provoca el calentamiento global.
El compromiso de llegar a los $300.000 millones para 2035 no señala qué se debe financiar, quiénes lo van a aportar, ni quiénes lo van a recibir. Ni siquiera hay un San Nicolás al que se le debe enviar la carta.
China a pesar del peso de su economía y ser el mayor contaminador actual no aceptó unirse al grupo de los países que aportan, solo permitió que se dijera que se le alienta a aportar.
El único resquicio que quedó es la disposición de que el financiamiento climático debe ser revisado en 2030.
Respecto al tránsito a un mundo sin energías fósiles su ruta quedó tan indefinida como en la conferencia del año pasado. Queda el tema abierto para ser tratado en la COP30, en Brasil del año entrante.
La COP29 tuvo lugar pocos días después de la elección del presidente Donald Trump en EE.UU. Es bien conocida su posición que incluso en su pasado Gobierno lo llevó a retirar a su país del Acuerdo de París.
No corren buenos vientos para enfrentar el cambio climático en este mundo tan necesitado de acuerdo en este tema, que tiene enorme trascendencia para el bienestar de la humanidad y en especial de sus más pobres integrantes.
Esto nos obliga a considerar de manera muy inteligente las alternativas que como nación debemos adoptar con ese marco de referencia.