El martirio que vivió mi perrita negra debe escribirse porque el AMOR y el CARIÑO inimaginables entre ella y yo fue inefable, dejándome profunda herida en mi alma y en mi corazón cuando la encontré muerta debajo de mi escritorio, el lugar de ella siempre, estar en medio de mis zapatos mientras yo escribía. Mis pies y mis piernas eran su habitación preferida y cuando no, en mis regazos para cantarle una canción de cuna. Sigo creyendo que quien la llevó al martirio fue una persona a la que solo le gustan los perros grandes, muy grandes, para nada los pequeños. Muchas veces me dijo “solo los perros bien grandes me gustan, los pequeños no los quiero” (lo que me recuerda a mi perrita negra más pequeña que grande de 9 meses).
Primer martirio: Me llaman para decirme que la perrita está muy extraña. Llegué, la vi y no me conoció. Parecía haber sufrido un fuerte golpe en la cabeza. La llevamos a un buen hospital para perros, le sacaron placas y, en efecto, la placa mostraba un fuerte golpe encima de la cabeza. La dejamos internada como por cuatro o cinco días, lo que costó un cachimbo de plata, pero me la entregaron perfectamente bien de salud con todo un protocolo.
Segundo martirio: Pasa un tiempo y parece que no puede caminar, la patita izquierda no aguanta ella ponerla al suelo. Otra vez la llevamos al mismo hospital, otra placa y resulta que la pierna izquierda estaba quebrada en tres partes. Y me dice el cirujano: “ella necesita una cirugía muy difícil que le cuesta 800.000 colones”. Casi caigo de espaldas y mejor me la traje así, con la patita colgando, y así, con dificultad, apenas medio caminaba, lo que me tocaba el corazón. Pienso que esta vez, al salir la persona por un portón de metal, la perrita quiso pasar y cerró fuerte el portón prensándole la patita.
Tercer martirio, la muerte: El día martes 10 de octubre, por la noche, cuando salí de la oficina estaba ella pletórica de salud tanto como que hasta me brincaba casi hasta llegar a la faja de contenta creyendo que yo la iba a llevar a la casa. Cuando ella ve que la dejo solita, se puso triste, pero me fui porque no la podía llevar. Llego al día siguiente, por la mañana, y la encuentro muerta debajo del escritorio, el lugar de ella conmigo. Lo que sentí no lo puedo describir. Llamo a la veterinaria de un sobrino mío en Santa Ana y conté del suceso. Esto fue lo que me dijeron: “pudo morir por un infarto o envenenada”.