La violencia, una lacra que corroe las bases de nuestra sociedad, encuentra un lamentable espacio de manifestación en las canchas de fútbol.
Mientras enfrentamos polarización política, violencia machista, bullying escolar y agresiones a docentes y autoridades, también debemos mirar con urgencia la agresividad que empaña a nuestras aficiones deportivas.
El fútbol, ese espacio que debería unirnos en alegría y pasión, se está convirtiendo en un escenario donde aflora lo peor de nuestra convivencia.
El reciente partido de la final del Torneo Apertura 2024 entre Liga Deportiva Alajuelense y Club Sport Herediano expuso una vez más las falencias de las autoridades deportivas y de seguridad en Costa Rica.
Entre los hechos más alarmantes está la presencia de una persona con una tobillera desconectada dentro del estadio. ¿Qué tipo de revisión se está implementando en los accesos? Este no es un hecho aislado, sino un reflejo de cómo la falta de controles efectivos permite que actos de violencia y desorden escalen sin consecuencias.
Las sanciones deportivas y legales parecen insuficientes. Los jugadores que protagonizan peleas en el campo no solo afectan el desarrollo del juego, sino que también envían un mensaje devastador a las nuevas generaciones.
En lugar de ser modelos, se convierten en ejemplos de cómo el enojo y la agresión pueden superar los valores del respeto y el trabajo en equipo.
Por otro lado, los entrenadores que utilizan la violencia verbal contra árbitros, rivales e incluso periodistas alimentan un discurso de odio que trasciende el terreno de juego y llega a las graderías, contaminando la experiencia de los aficionados.
La responsabilidad no recae solo en los jugadores y entrenadores. Las dirigencias deportivas, como la Unafut y la Fedefútbol, tienen un papel fundamental que han dejado de cumplir.
Cada incidente violento que no recibe una sanción ejemplar refuerza la idea de que estos comportamientos son tolerables. Es urgente que estas entidades pasen de los discursos vacíos a las acciones concretas.
Esto incluye reforzar los protocolos de seguridad en los estadios, exigir controles más rigurosos en los accesos y establecer códigos de conducta estrictos para todos los involucrados en el deporte.
Sin embargo, no basta con reglamentar y sancionar. Es urgente un cambio cultural que nos lleve a vivir nuestras aficiones con responsabilidad.
Debemos entender que la pasión por el fútbol no debe ser una excusa para agredir, discriminar o dividir. Esto implica educar a las nuevas generaciones en valores como la tolerancia, el respeto y el juego limpio.
Los clubes tienen la oportunidad y la responsabilidad de ser agentes de cambio, promoviendo campañas de concienciación y trabajando con las comunidades para erradicar la violencia de las gradas y las calles.
La violencia en el fútbol no es un fenómeno aislado, es parte de una cadena que incluye el odio en las carreteras, la agresión a nuestros educadores, la polarización política y la violencia machista que se cobra vidas.
Como sociedad debemos enfrentarlo con la misma determinación con que combatimos otros flagelos. Las palabras ya no bastan. Es hora de evolucionar, de dar un paso adelante y demostrar que somos capaces de construir una cultura de paz en todos los ámbitos de nuestra vida.
En este sentido es crucial que el Gobierno y las instituciones deportivas colaboren en la implementación de políticas integrales para combatir la violencia en el deporte.
Esto incluye la creación de bases de datos compartidas sobre personas con historial de violencia en estadios, capacitación a los cuerpos policiales encargados de la seguridad en eventos masivos y campañas nacionales que promuevan el respeto y el civismo.