En la historia del cristianismo, grandes figuras han emergido como ejemplos de seguimiento inquebrantable de Jesús. Sin embargo, entre todas ellas, destaca una figura singular cuya relación con el Señor no solo fue íntima y única, sino que también pone una marca especial al comienzo del discipulado cristiano: María, su madre.
En efecto, María encarna los atributos esenciales de un discípulo; su fe, obediencia y perseverancia la colocan como el modelo insuperable de seguimiento cristiano.
Cuando el arcángel Gabriel anunció a María que concebiría y daría a luz a Jesús, ella respondió con fe y obediencia: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1,38), demostrando su disposición total a seguir la voluntad de Dios, un rasgo esencial del discípulo.
Jesús posteriormente nos enseña que la voluntad del Padre es lo primero, como se refleja en su oración en el huerto de Getsemaní: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú” (Mateo 26,39). María con su vida expresó esta disposición de manera perfecta. Ella demuestra que la verdadera grandeza del discípulo se encuentra en el acatamiento a la voluntad de Dios, incluso cuando eso significa aceptar grandes desafíos y sufrimientos.
María estuvo presente en los momentos cruciales de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte y resurrección, no solo como madre abnegada, sino también como servidora y oyente fiel. En las bodas de Caná, María fue la primera en confiar en Jesús, diciendo a quienes servían: “Hagan lo que él les diga” (Juan 2,5).
Ella permaneció junto a Jesús al pie de la cruz y el Señor dialogó con ella en su agonía (Juan 19,25-27). Nuestra Madre no solo apoyó a su Hijo en su ministerio público, sino que también compartió su sufrimiento en los momentos más oscuros. Ella supo soportar el dolor y la angustia de ver a su hijo crucificado y agonizante, mientras otros se alejaban por miedo.
Pero, con su presencia, María no solo acompañó a Jesús en su sufrimiento, sino que también se erigió como un signo de fortaleza para los seguidores de Cristo, inspirando a todas las generaciones posteriores con su ejemplo de amor y sacrificio.
Desde los momentos de la anunciación y la natividad, hasta la infancia y más allá, María reflexionaba con particular atención cada experiencia, buscando el propósito de Dios detrás de cada evento.
Finalmente, después de la resurrección de Jesús, la participación de María en la comunidad naciente revela su papel continuo como seguidora de Cristo. Con su presencia y compromiso, María no solo testimonia su fe, sino que también se convierte en un ejemplo vivo de discipulado.
Pidamos al Señor la gracia de ser discípulos como María, modelo de seguimiento, y que por su intercesión podamos seguir sus pasos.
*Arzobispo metropolitano