El padre Larrañaga describe así el horario normal de los hermanos en su trabajo y apostolado: “ayudaban en las labranzas de los campesinos durante el día y al atardecer enunciarían la Palabra en la plazoleta de la aldea a los mismos compañeros de trabajo y a otros. Iban de dos en dos por aldeas y ciudades con los pies desnudos, sin cabalgaduras, sin dinero, sin provisiones, sin protección ni morada fija”.
¿Dónde, pues, pasaban la noche? “En ermitas, leproserías, monasterios, pórticos de iglesias y casas, cabañas abandonadas, grutas, hornos públicos… Allí se acostaban en el suelo sobre un poco de paja. En el sitio oraban y descansaban. Al día siguiente buscaban alguna iglesia o ermita para empezar el trabajo y apostolado con la bendición del cielo”.
En todo y siempre, Francisco se constituía en padre y hermano, en maestro. Fruto de esa atención directa y constante, “la fraternidad, nota el padre Larrañaga, era un espectáculo de belleza, sobre todo cuando salían al mundo. Casi todos eran jóvenes, pobres y felices, fuertes y valientes, austeros y felices”.
Y añade: “Entre sí eran corteses y cariñosos. No maldecían contra la nobleza ni contra el clero ni contra nadie. Sus bocas siempre pronunciaban palabras de paz, pobreza y amor. Se mezclaban preferentemente entre la multitud de enfermos, pobres y marginados. Su palabra tenía autoridad moral porque su ejemplo había precedido a la palabra”. Ahora bien, esto no ocurre de la noche a la mañana ni tan fácilmente.
Volvamos a los siete hermanos de la Porciúncula. Por propia experiencia Francisco sabe de la fragilidad humana y su resistencia a la gracia divina, de la necesidad de misericordia, paciencia y esperanza. De ahí su trato con los hermanos, con amor.
En palabras del padre Larrañaga: “¡El amor! -pensaba mil veces-. He ahí la clave, ¡el amor! Formar es amar. El amor torna lo imposible en posible… La vida le enseñó que las únicas armas invencibles en la tierra son las del amor. En sus últimos años daba siempre este consejo para los casos imposibles: “Ámalo tal como es”.
En todo caso, a las puertas de la Porciúncula llegan jóvenes de todo tipo. El Hermano estudia a cada uno en particular. Y lo hace viendo a alguien necesitado de pulirse, de perfeccionamiento, de asemejarse cada vez más a Jesucristo. Un trabajo largo y difícil, pero posible a base de amor y paciencia. Y Francisco era todo un maestro del espíritu, buen cincelador y artista. Claro, instrumento en manos de Dios.
El padre Larrañaga nota que “tenía el raro arte de invertir papeles y distancias: conseguía que el discípulo se sintiera maestro. Al fin de sus días decía que el ministro debe tratar de tal manera a los hermanos, sobre todo cuando son amonestados, que éstos se sientan como ‘señores’. Ese sería el supremo carisma de un formador. El Hermano, ciertamente, conseguía esos efectos”.
Es cosa de proceder con paciencia y sabiduría. Y, desde luego, maestro y discípulo confiar en Dios. “Para él todo es posible”, concluía. Las dudas de unos, las excesivas “prudencias” de otros, la falta de firmeza en las decisiones, las rarezas y cualquier otro defecto, todo tenía solución, partiendo de la experiencia del trabajo y la predicación, hechos objeto de la conversación entre Francisco y los hermanos a quienes frecuentemente le remitían al ejemplo de Jesús. Y todo en medio de una gran confianza mutua. “Tenía el arte difícil de abrir las puertas, observa el padre Larrañaga, abriendo las suyas”.
Sigo otro día, Dios mediante.