Nació hijo de forasteros y su madre “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre por no haber sitio para ellos en el mesón”.
Así quiso asumir nuestra humana naturaleza el Hijo de Dios. Pero no nació en la escasez. Nació en la abundancia del amor de María y José. Los ángeles anunciaron a los pastores el mayor acontecimiento de la historia y ellos prestos acudieron a adorarlo.
No lo dice San Lucas en el Evangelio, pero no dudo que le llevaron lana de sus ovejas para calentar al bebito. Además del calor del amor de María y José, en la sencillez de un pesebre Jesús bebé necesitaba bienes materiales para proyectarse a su misión redentora.
Los Reyes Magos acudieron a adorar al Niñito Dios y le trajeron regalos: oro, incienso y mirra, nos relata San Mateo. Y ya lo encontraron en una casa.
Pastores y magos le trajeron bienes materiales para usarlos en una comunión espiritual con Dios.
En las bodas de Caná Jesús, a solicitud de su madre, convierte el agua en vino cuando la fiesta ya había agotado las existencias, nos relata San Juan, y los fariseos se quejan de que sus discípulos no ayunan, sino que comen y beben.
Pero gran parte de nuestra tradición contrapone lo espiritual y lo material. Evidentemente no la escuela de San Francisco de Asís. Esto es contrario a la unidad que la encarnación de Jesús realiza. “La encarnación es la síntesis de materia y espíritu\” (Fray Richard Rohr). Por eso como dice el salmista: “¡Este es el día que ha hecho el Señor, gocemos y alegrémonos en él!\”.
Esa unión de espíritu y materia se da desde que Dios nos dona la creación. Crea al hombre y “le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y lo guardase”. Pero esa unión solo la podemos entender a partir de la encarnación.
Para “henchir la tierra” estamos llamados a cooperar en la acción creadora de Dios. Inescapablemente estamos llamados a convivir materia y espíritu. Y para ello debemos cumplir con ese primer mandamiento de la Biblia, henchir la tierra, crecer.
Los bienes materiales son “bienes”, no males. Son bienes que hemos de hacer crecer para llenar las necesidades de la gente y que debemos proteger para las futuras generaciones.
No hay mal en desear disfrutar de los bienes. Pero estamos llamados a saber darles buen uso. No hay daño en la libertad de escoger, pero nuestra naturaleza nos llama a escoger bien.
Debemos amar y respetar los bienes materiales de los que también dependemos para nuestro bienestar terreno. Eso no significa amar la acumulación, ni gozar de excluir a los demás de su bienestar. Parte maravillosa de los bienes materiales es que nos permiten donarlos para así complementar nuestro apoyo de afecto, compañía y consejo.
Vivimos en un mundo y un país en el cual a la par de los increíbles avances en el conocimiento y en las posibilidades de generar bienes y servicios conviven las mayores carencias, las más grandes dificultades materiales y las más aberrantes miserias.
El amor que el Niñito Dios nos vino a traer nos convoca a remediar esas calamidades.
No es aborreciendo los bienes materiales y la producción como podremos vencer el dolor y la angustia de las carencias materiales y espirituales.
Es escogiendo cada uno con amor y sabiduría el uso de nuestros propios dones para producir más y mejor, para que haya más lana que cobije a los bebitos, más incienso, oro y mirra que permitan el respeto a la dignidad de cada persona y el bienestar material y espiritual de todos.
Dios se hizo niño para unirnos a su alrededor, para que disfrutemos el placer de hacer el bien, de cultivar para las actuales generaciones y de guardar para las futuras el Jardín del Edén. Para que gocemos dándonos y dando.