No hablo de las grandes injusticias. De las balas perdidas, de los toques de queda, de los ajustes de cuentas. De la muerte como recurso cívico. No hablo de las mujeres a las que nadie les escuchó el “no”. Tampoco hablo del hambre donde hay hambre, de los brazos con fuerza de muchachos y muchachas que no trabajan porque no hay trabajo, porque no hay oportunidades, porque hay cierta gente, sentada en ciertas sillas, con cierto poder, a la cual no le interesa ponerse los lentes para ver de lejos -allá lejos, donde quieren colocar a los que necesitan-.
Y no hablo de las grandes injusticias ya que son evidentes y despiadadas. Confío en que todos, como parte de este todo, somos capaces de ver que hay cosas que están mal y que lo seguirán estando hasta que no se nos quite esta infección de indiferencia, o en su defecto (el peor de los defectos), el miedo.
Hablo, entonces, de las pequeñas injusticias, de ese diseño absurdo de la ciudad, de la pereza burocrática que nos condena a las pesadas horas de sudor y lluvia embutidos en el bus, en el carro, encima de la moto, amarrados al canto triste de los pitazos. Hablo de la pequeña injusticia de que nos roben el tiempo solo por ser tan ilusos de creer que tenemos el derecho a trasladarnos.
Hablo de la fea confianza que le estamos adquiriendo a la falta de agua, de esta sequía impuesta, de los grifos mudos, de la conformidad colectiva ante la pérdida paulatina y letal del más importante de los líquidos. Barrios enteros le mendigan tres gotas al tubo. Hablo de la pequeña injusticia de haber perdido el derecho a no tener sed.
Hablo de lo poco básica que se volvió la canasta básica, de las propiedades elásticas que niegan los colones, del coro eterno en las filas del supermercado: “todo está tan caro”, “la plata ya no alcanza”, “lo que llevo son tres cositas”. La pequeña injusticia de ver la deuda convertirse en identidad.
Hablo de las pequeñas injusticias y siento que le estoy describiendo el día, con clarividencia ingrata, a cualquier ciudadano de a pie. Porque son cotidianas, porque ya no saltan al ojo ni dejan sin aire a nadie. Porque desgraciadamente, y así lo hemos querido, nos convencieron de que las pequeñas injusticias, por pequeñas, dejaron de ser injustas.