GALICIA, ESPAÑA (SEP).- Siempre se les ha dibujado con narices largas y pobladas de verrugas, dedos huesudos que diseccionan sapos para sus pócimas y cuerpos encorvados que sobrevuelan las noches en escobas voladoras. Había brujas que se ajustaban a esa descripción pero también había otras como las brujas blancas, además de brujos y encantadores.
¿Quiénes eran y cuáles eran sus secretos?
En la España espesa y oscura de los siglos XVI y XVII la mayoría de la gente creía que las brujas volaban y se reunían en multitudinarios aquelarres en el campo de Baraona, una explanada de la provincia de Soria que hacía las veces de aeropuerto y que todavía hoy tiene fama de punto magnético.
Era una época en la que no había redes sociales ni televisión, las distancias eran enormes y era muy difícil la comunicación.
Sin embargo, en las causas inquisitoriales de diferentes rincones de la península se describen los mismos tópicos sobre las brujas. Uno de los más recurrentes es que volaban, algo que sólo puede explicar la ciencia.
La investigadora subraya el género femenino porque \”la mujer de entonces estaba relegada, no tenía acceso a las universidades y tenía que buscar sus propios medios de instrucción. Actuaban de curanderas o sanadoras\”, agrega.
Sus casas eran laboratorios de experimentación con plantas, de pócimas y brebajes. De allí no sólo brotaban efluvios sino también fantasías y misterios como el de la escoba voladora.
LA FÓRMULA PARA VOLAR
Quienes se acercaban a una bruja corrían el riesgo de morir o simplemente de volar. Algunas cubrían sus cuerpos con una mezcla de plantas alucinógenas como la belladona o la mandrágora que, con sus efectos narcóticos, daban la impresión de que levitaban.
A su lado solía estar una escoba, un objeto tradicionalmente asociado a la mujer, que también se embadurnaba con el mismo ungüento mágico.
Tenían un alto conocimiento de las propiedades de las plantas. Conocían la distancia entre una dosis certera y otra letal. Había brujas buenas, a las que la gente acudía si alguien estaba enfermo, pero también había malas. Hay casos de brujas perversas a las que no se les podía contradecir. Y casos de personas que acudían a una bruja blanca para sanarse del hechizo de una mala.
BRUJOS, ASTRÓLOGOS Y MAGOS FALSOS
Tanto brujas como magos solían llevar la rueda de vera, un pliego en el que aparecían polos opuestos: vida y muerte, salud y enfermedad. A través del artificio profetizaban si una persona iba a morir o si iba a tener prosperidad.
A diferencia de las mujeres los hombres tenían una formación libresca y universitaria en temas astrológicos en las principales ciudades de Europa. Gobernantes y religiosos reclamaban la presencia de nigromantes y brujos para conocer su destino.
Había brujas y magos que creían en sus poderes y otros, como Jerónimo de Liébana, que los fingían.
Famoso en su tiempo por conocer la fórmula de la invisibilidad, logró engañar al conde Duque de Olivares, mano derecha del rey Felipe IV, a quien le dijo que en las playas de Málaga había un tesoro escondido. Que debajo de la tierra un genio le estaba esperando. Escarbaron durante días y al final se dieron cuenta del engaño. Liébana fue juzgado por la Inquisición y enviado a la cárcel. Sin embargo, escapó.
No corrió la misma suerte el doctor Torralba, un astrólogo consultado por reyes y cardenales que cuando es reclamado por la Inquisición es olvidado por sus clientes.
Así mismo hombres de ciencia como Miguel Servet, condenado a la hoguera por defender la circulación pulmonar de la sangre. Y las brujas, miles de ellas fueron perseguidas y condenadas.
Si no hubiese existido la Inquisición la justicia civil las habría perseguido. No sólo había una cacería en España sino en otros lugares de Europa como Escocia. Brujas y brujos eran vistos como revoltosos, revolucionarios que podían alterar a las comunidades.
A medida que se acerca el siglo XVIII las causas inquisitoriales se reducen. La ilustración comienza a disipar las historias de brujas.
Hay un caso anterior que va a marcar el tratamiento de estos temas, las brujas de Zugarramurdi. En aquellos años Navarra era considerado el país de las brujas.
La iglesia amenazó con excomulgar a todo aquel que teniendo un vecino brujo no lo denunciase. A partir de entonces comenzó una vorágine de acusaciones, incluso hechas por niños. Se acusaba a cualquiera y por cualquier motivo.
Ante la cantidad de acusados el inquisidor Alonso de Salazar y Frías decidió hacer la vista gorda. Dijo que no había brujos ni brujas en la zona hasta que se comenzó a hablar de ellos.