La vida es un don precioso que procede de Dios. Jesús mismo afirma: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”, (Jn 10,10), subrayando no solo el carácter sagrado, sino la plenitud con la que estamos llamados a vivirla.
Desde la creación, nos la ha otorgado como un acto de amor: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gn 2,7). Por lo cual no es un accidente fruto del azar, sino un designio amoroso del Creador, cada existencia humana lleva la impronta de Dios, lo que confiere una dignidad especial, única e irrepetible.
Pero este carácter sagrado exige una respuesta agradecida y con responsabilidad por parte del ser humano. Amarla significa reconocer que es un don que debemos cuidar, respetar y proteger.
En sociedades marcadas por la violencia, como la nuestra, es urgente y vital redescubrir su valor. Cada acto que destruye a un ser vivo es un recordatorio de la profunda crisis de valores que enfrentamos, donde la indiferencia y la deshumanización parecen prevalecer.
Solo al recuperar el respeto por la vida, al promover la empatía, el amor y la solidaridad, podremos construir una sociedad donde la paz y la dignidad sean las verdaderas fuerzas que guíen nuestras acciones. Sin esta renovación, corremos el riesgo de seguir siendo prisioneros de una realidad donde la muerte parece la única respuesta. Así, amarla implica también amar la de los demás, defenderla y promoverla, especialmente cuando está amenazada.
Jesús se dedicó a dignificarla, especialmente la de los más vulnerables y empobrecidos: curó a los enfermos, dio de comer a los que sufrían hambre, resucitó a los muertos y devolvió la fe y la esperanza a quienes la habían perdido. En cada acción, expresaba que merecía ser protegida para trascender después de la muerte.
Amarla implica una actitud concreta ante los desafíos actuales. En un mundo marcado por la cultura del descarte, donde tantos son amenazados por la pobreza, la violencia, el aborto, la eutanasia o la indiferencia, los cristianos estamos llamados a ser defensores apasionados de la vida en todas sus formas. Esto significa acoger al que sufre, proteger al más débil y dar voz a quienes no pueden defenderse.
El sacrificio de Cristo en la cruz nos enseña que el acto supremo de amarla es darla por los demás.
Pidamos al Señor valorar el regalo de la vida desde una ecología integral, humana, ambiental, económica, social y cultural, tal como lo expresa el papa Francisco en la encíclica “Laudato si” en su capítulo cuarto.