Las reglas de comportamiento han existido siempre, impuestas por una autoridad, a veces Divina, a veces humana, a veces por la fuerza otras por consenso, a veces inmemoriales a veces contraculturales, algunas se erigen como pecados otras solo como ilegalidad, en todos los casos disponen lo que -según quien las imponga- es correcto y lo que es incorrecto en un momento histórico determinado, pero siempre y en la gran mayoría de los casos imponen un castigo a quien las quebranta pero también determinan quien se encarga de imponer la sanción y su grado y ámbito de efectividad, ejemplos: expulsión del Paraíso, destierro, encarcelamiento, muerte, multa, etc.
Ciertamente la afectación negativa al individuo ha sido la constante que busca disuadir a sus congéneres para que no actúen de esa manera y se sometan a la regla, de manera que desde la existencia de la norma han existido infractores y ha existido autoridad para sancionar su incumplimiento, como también se ha utilizado la recompensa para obtener del individuo un comportamiento conforme, como la disminución de la pena carcelaria impuesta por buen comportamiento o la exención de multas y recargos por pago anticipado, entre otros.
Lo que ha sido una constante es la existencia del conflicto, que es inherente a todos los seres humanos y en todas las épocas, conflictos que pueden ser de muy diversa índole: territoriales, económicos, románticos, familiares, que pueden llevar a la confrontación entre dos individuos o entre pueblos enteros, sin embargo, al lado del conflicto ha existido siempre la búsqueda de su solución, la cual delegamos en la mayoría de las ocasiones en una autoridad, y en la minoría buscamos resolverlos directamente.
Esa delegación en la resolución de los conflictos ha provocado una altísima litigiosidad que hoy – y desde hace mucho tiempo – tiene colapsado al Poder Judicial, el cual tiene grandes limitaciones para cumplir con el derecho fundamental de una justicia pronta y cumplida. La solución no la vamos a encontrar en los juzgados, no es nombrando más jueces, ni construyendo más edificios, ni alquilando más oficinas, con el costo implícito que eso conlleva.
La altísima litigiosidad no está en los tribunales de justicia, está en la sociedad, ahí es donde hay que trabajar. Las personas deben contar con herramientas para manejar, administrar y resolver los conflictos, tal y como lo establece la Ley sobre resolución Alterna de Conflictos y Promoción de la Paz Social: “una adecuada educación sobre la paz en las escuelas y colegios”. ¿Y cómo fomentamos el uso de mecanismos distintos a los procesos judiciales?, pues sentando a las partes a dialogar antes de acudir a un juzgado, como lo decía la Constitución de CADIZ de 1812: “no se iniciará proceso judicial alguno si antes no se ha intentado la conciliación”.
Esta es la figura denominada mediación ante juicio o mediación prejudicial, que pretende resolver el caso previo a su ingreso a la corriente judicial, con la ventaja que son las partes involucradas las que deciden la forma de resolverlo, provocando ello un nivel de satisfacción mucho muy superior a la decisión de un juez, bajo la premisa de “ganar-ganar”.