Tradicionalmente, la mediación ha sido definida como un medio alternativo de resolución de conflictos. La palabra “alternativo” hace pensar en una forma principal o sustancial de buscar solución a un problema particular; sin embargo, sin restarle ningún mérito a la labor de los tribunales de justicia, el proceso de mediación merece ser revalorado como uno de los posibles y, tal vez, más favorables recursos para encontrar una salida satisfactoria a los conflictos familiares.
La crisis, o el conflicto, interrumpe la dinámica funcional familiar, rompe intereses comunes de sus integrantes y conlleva la adopción de un sistema de “falso equilibrio”, generado por las posiciones antagónicas de cada uno de los partícipes y producto de la propia interpretación que las partes hacen de la realidad que las separa; lo cual pone en jaque los roles y vínculos afectivos que ligan a los miembros de la familia.
Frente a tal situación, los recursos que ofrece un proceso judicial poco parecen contribuir a la subsistencia y reconstrucción de las relaciones en juego. El deterioro y, en muchos casos, la destrucción de ligámenes familiares y afectivos, durante y después del proceso, tiene una importante repercusión, tanto en la interioridad de los involucrados como en la colectividad misma, que es reflejo de la estabilidad de las estructuras familiares.
Elementos como la voluntariedad, la neutralidad y la confidencialidad, propios del acto de mediar, permiten una mayor y mejor protección de las relaciones afectivas: normalmente, las partes llegan a la mediación por decisión propia y el procedimiento conlleva un tinte de respeto a la intimidad familiar y el acuerdo final que, a diferencia de la sentencia judicial, es el resultado de la creatividad misma de los intervinientes.
La labor del mediador como tercero neutral, sin decisión, resulta en la creación, a través de determinadas herramientas, de un espacio favorable, donde no solo las partes se sientan debidamente legitimadas, sino donde sus discrepancias encuentren intereses y necesidades comunes que superen el deseo de ganar y favorezcan una verdadera reconstrucción de la estructura y dinámica familiar.
Por último, si bien la mediación no es una forma de terapia familiar, su capacidad de dotar al conflicto de una identidad propia, ajena a los involucrados, y de generar en las partes no solo valor y confianza, sino eventualmente un nuevo reposicionamiento dentro del orden familiar; obliga a su genuina consideración como instrumento de paz social.
Fomentar la infraestructura operativa y fortalecer el sustrato material de este mecanismo, de por sí menos costoso y más expedito, pareciera ser más que una necesidad, una obligación de la sociedad.