La unidad, sin duda, figura como uno de los más valiosos regalos que el Espíritu Santo nos otorga. Como enseñaba San Juan Pablo II: “Él ha de ser, desde aquel día y para todas las generaciones nuevas que se insertan en la Iglesia, el principio y la fuente de la unidad, como lo es el alma en el cuerpo humano” (Mensaje, 5 de diciembre de 1990).
El Espíritu Santo nos une en un lazo que trasciende nuestras diferencias y nos anima a buscar la unidad en medio de las diferencias, de tender puentes en lugar de levantar barreras y de cultivar un espíritu de amor y comprensión inspirándonos a vivir en armonía, como testigos vivos del amor de Dios en el mundo. Esto lo expresa claramente el apóstol Pablo al recordarnos que: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos” (I Cor 12,4-6).
La riqueza de dones y funciones en la comunidad cristiana es reconocida y valorada, pero siempre bajo la unidad del Espíritu que guía y sostiene a todos los creyentes, independientemente de sus vocaciones y servicios específicos.
En este sentido, en los últimos tiempos, el concepto de sinodalidad ha ganado gran relevancia en la vida pastoral de la Iglesia. Aunque la palabra en sí puede ser nueva para muchos, ella nos transporta a los primeros días de la Iglesia, a la comunidad de los Apóstoles. Esta visión de Iglesia, como una familia de Dios, participativa, unida a Cristo y dinámica, es lo que encarna la sinodalidad: caminar juntos, en comunión en el camino.
Es esencial para la vida de la Iglesia vivir siempre en comunidad, como una familia unida, evitando el aislamiento, el egoísmo y el individualismo. Somos una sola Iglesia, una sola familia, caminando juntos y este enfoque sinodal debe impregnar nuestro ser, nuestra acción y nuestro servicio como Iglesia. Aunque no sea algo completamente nuevo, es una invitación a renovar nuestro compromiso con la unidad, reconociendo su importancia y los beneficios que trae consigo. Toda la Iglesia, en todos sus aspectos, debe vivir la unidad para ser sinodal. Se trata de un proceso de escucha y discernimiento que busca promover la misión evangelizadora de manera conjunta, valorando y respetando las diversas vocaciones y dones dentro de la comunidad.
La Iglesia es como una gran familia, unida por el amor de Cristo. En esa familia, nos aceptamos unos a otros con nuestras diferencias, que nos hacen únicos y nos enriquecen. No todos pensamos ni actuamos igual y está bien así.
Cuando nos amamos unos a otros, nuestras diferencias nos hacen más fuertes. Pero si nos enfrentamos, nuestras diferencias se convierten en problemas.
Por eso, es importante escucharnos y entendernos mutuamente, tratándonos como hermanos.
*Arzobispo Metropolitano